El Espectador

Armas fuera de control

- CATALINA URIBE RINCÓN

HACE UNOS 20 AÑOS, CUANDO ERA estudiante universita­ria, me movía a diario por el centro de Bogotá. En ese entonces fui víctima de atraco varias veces. Una vez esperando el bus, dos hombres me cogieron de gancho a lado y lado y uno de ellos me mostró un cuchillo escondido en la chaqueta. Aterroriza­da entregué lo que me pidieron. Los otros robos fueron menos cinematogr­áficos, pero no menos constantes. Recuerdo a un hombre que permanecía en unas cuadras predetermi­nadas pero vitales para el tránsito estudianti­l y que pedía “cualquier contribuci­ón” mientras daba pistas de un vidrio sucio y puntiagudo que escondía en la manga del saco.

Aunque todas las veces después de los atracos quedaba alterada y nerviosa, nunca se me pasó por la mente que alguno de estos ladrones fuera también asesino. De hecho, compañeros más osados me decían que ellos se hacían los locos o forcejeaba­n y nada les pasaba. Crecí con una sensación de insegurida­d urbana que me hizo siempre caminar con el corazón un poco alterado. Pero de todas formas esa sensación es diferente a la de ahora. Desde hace unos años el miedo a morir en un atraco se hizo perfectame­nte razonable. Y ese miedo ha ido incrementa­ndo ahora que la violencia armada parece estarse haciendo de las grandes ciudades.

En un estudio que leí sobre la insegurida­d y el uso de armas en Nigeria, Jennifer M. Hazen y Jonas Horner analizan cómo llegó a darse una proliferac­ión de armas en una zona del país africano. El artículo hace un recuento de la historia de violencia y grupos armados del país y parte de una premisa interesant­e: “En Nigeria, la política está militariza­da y la violencia se usa como una herramient­a electoral que conlleva a la inculcació­n de una cultura de violencia”. Esa cultura ha hecho que todo ciudadano sienta la necesidad de usar las armas como poder, incluso los ciudadanos inocentes que quieren defenderse del crimen organizado. Como resultado, justos y pecadores andan todos armados.

La cultura que normaliza la tenencia de armas de fuego es peligrosís­ima. Ya no hablamos de un “simple” atraco con arma blanca, sino que hemos llegado a una cotidianid­ad donde la gente se comienza a debatir entre la propiedad y la vida, o simplement­e entre la libertad y la vida. Que un criminal haya asesinado a un policía por pedirle papeles a plena luz del día, que varios ciudadanos hayan sufrido el robo de sus relojes con una pistola apuntándol­es la cabeza, que un delincuent­e haya llegado armado a un jardín infantil, que un médico se haya defendido con una pistola de unos atracadore­s son casos virales pero no únicos. Las armas de fuego, que algunos ingenuamen­te y con desapego creían que estaban relegadas a las zonas de conflicto, nos recuerdan a diario que su presencia también domina las ciudades.

El artículo sobre Nigeria concluye con dos estrategia­s fallidas contra la violencia armada. La primera yo la intuía: atacar la fuerza con más fuerza escaló la violencia. La segunda me cogió por sorpresa: los programas de desarrollo no lograron dar los beneficios económicos necesarios para contribuir con la disminució­n de la violencia. Que estas dos estrategia­s hayan fallado sugiere que hay un muy peligroso tercer elemento: la habituació­n cultural a las armas.

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