Armas fuera de control
HACE UNOS 20 AÑOS, CUANDO ERA estudiante universitaria, me movía a diario por el centro de Bogotá. En ese entonces fui víctima de atraco varias veces. Una vez esperando el bus, dos hombres me cogieron de gancho a lado y lado y uno de ellos me mostró un cuchillo escondido en la chaqueta. Aterrorizada entregué lo que me pidieron. Los otros robos fueron menos cinematográficos, pero no menos constantes. Recuerdo a un hombre que permanecía en unas cuadras predeterminadas pero vitales para el tránsito estudiantil y que pedía “cualquier contribución” mientras daba pistas de un vidrio sucio y puntiagudo que escondía en la manga del saco.
Aunque todas las veces después de los atracos quedaba alterada y nerviosa, nunca se me pasó por la mente que alguno de estos ladrones fuera también asesino. De hecho, compañeros más osados me decían que ellos se hacían los locos o forcejeaban y nada les pasaba. Crecí con una sensación de inseguridad urbana que me hizo siempre caminar con el corazón un poco alterado. Pero de todas formas esa sensación es diferente a la de ahora. Desde hace unos años el miedo a morir en un atraco se hizo perfectamente razonable. Y ese miedo ha ido incrementando ahora que la violencia armada parece estarse haciendo de las grandes ciudades.
En un estudio que leí sobre la inseguridad y el uso de armas en Nigeria, Jennifer M. Hazen y Jonas Horner analizan cómo llegó a darse una proliferación de armas en una zona del país africano. El artículo hace un recuento de la historia de violencia y grupos armados del país y parte de una premisa interesante: “En Nigeria, la política está militarizada y la violencia se usa como una herramienta electoral que conlleva a la inculcación de una cultura de violencia”. Esa cultura ha hecho que todo ciudadano sienta la necesidad de usar las armas como poder, incluso los ciudadanos inocentes que quieren defenderse del crimen organizado. Como resultado, justos y pecadores andan todos armados.
La cultura que normaliza la tenencia de armas de fuego es peligrosísima. Ya no hablamos de un “simple” atraco con arma blanca, sino que hemos llegado a una cotidianidad donde la gente se comienza a debatir entre la propiedad y la vida, o simplemente entre la libertad y la vida. Que un criminal haya asesinado a un policía por pedirle papeles a plena luz del día, que varios ciudadanos hayan sufrido el robo de sus relojes con una pistola apuntándoles la cabeza, que un delincuente haya llegado armado a un jardín infantil, que un médico se haya defendido con una pistola de unos atracadores son casos virales pero no únicos. Las armas de fuego, que algunos ingenuamente y con desapego creían que estaban relegadas a las zonas de conflicto, nos recuerdan a diario que su presencia también domina las ciudades.
El artículo sobre Nigeria concluye con dos estrategias fallidas contra la violencia armada. La primera yo la intuía: atacar la fuerza con más fuerza escaló la violencia. La segunda me cogió por sorpresa: los programas de desarrollo no lograron dar los beneficios económicos necesarios para contribuir con la disminución de la violencia. Que estas dos estrategias hayan fallado sugiere que hay un muy peligroso tercer elemento: la habituación cultural a las armas.