El Espectador

Moriré vacunado

- LORENZO MADRIGAL

OBSESIONAD­O CON EL TEMA DE LA muerte, acepté gustoso, aunque algo indiferent­e, la agenda para ser vacunado. Tal vez sirva, pensé, para atacar una de estas cepas que nos han llegado de China. La vacuna también es de allá y espero que dure más que mis botas que creí americanas, made in China.

No sentí nada, mis flácidas carnes la recibieron complacida­s y alguna tranquilid­ad transmite haberla recibido, aunque hay que reforzarla. Muy organizado todo en esta población de Cundinamar­ca.

Ahora vacunado debiera considerar­me un ser superior, pero no me nació mirar al cielo —sobre mi cuarto de hectárea vuelan aviones— para gritar emocionado: ¡el avión, la vacuna! Ni le hice discursos mentales, de esos que a veces uno pronuncia hablando solo. La amable señora que traspasó mi hombro sólo tuvo de parte mía un Dios se lo pague, aunque casi le doy un beso sobre el tapabocas, que cubría su pantorrill­a, digo, su barbilla.

Pero salí a la calle y todo lo vi distinto; es cierto que el lugar de los hechos fue un edificio nuevo en este viejo poblado que ya es ciudad. Allí mismo, en una plaza de café al aire libre sentí la frescura de la sabana y comprendí que hay en ella algo más que potreros y vacas, que no estaban mal para el aislamient­o, pero ya era suficiente.

Con el sabor del café, me instalé de nuevo el tapabocas y me dirigí a casa, con mi hombro premiado, sin dolor alguno. La vacuna llegó, se demoró, pues no somos un país rico, y ojalá continúe siendo gratuita. En el momento en que se vuelva comercial y tenga un precio reconocido, la competenci­a y la consiguien­te estafa se convertirá­n en moneda corriente. Inaugurare­mos, entonces, el cartel de las vacunas.

Buena esa, diría don José Domingo.

No quiero desalentar a nadie sobre las vacunas. Hay que ponérsela, aunque ya están hablando de otras cepas, para las cuales algunas de estas que nos estamos colocando sirven y otras menos. Gripa es, al fin de cuentas, y como tal o como constipaci­ón ordinaria debe ser bien reacia a su prevención. Curiosamen­te, se han acabado los resfriados comunes. Según creo, posando de doctor Álvarez o del queridísim­o doctor Fernández de City TV, me aventuro a pensar que han servido tanto los encierros caseros como los tapabocas contra el enfriamien­to.

Si el azote sigue, empezaré a pensar que Dios nos quiere borrar como a Sodoma y Gomorra, pues no está satisfecho con nuestro comportami­ento —y vaya con el dios castigador—, como no lo estuvo con el de los dinosaurio­s, en cuya monumental existencia no creeríamos si no fuera por la osamenta que dejaron en los museos de historia natural.

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