El Espectador

La permanenci­a o el cambio

- ANDRÉS HOYOS andreshoyo­s@elmalpensa­nte.com

A LA HORA DE EMPEZAR ESTA COlumna tengo entre mis manos un papel de hace más de 200 años, llamado el “Boletín Núm. 4”, impreso en Bogotá el 8 de agosto de 1819, mediante el cual Simón Bolívar informaba a la población que “al amanecer del día de ayer” los patriotas habían vencido a los realistas en el Puente de Boyacá. Un objeto de obvia permanenci­a. Justo al lado pongo un floppy, marca Maxell, usado por mí hace cosa de 20 años, el cual no tengo manera de leer ahora en ningún aparato accesible. Lo que se dice, un objeto del cambio.

A la primera categoría pertenecen también los sofás del apartament­o, más o menos fabricados igual hace décadas, las camisas, las sábanas, las toallas, el ascensor, el propio apartament­o, la licuadora, los portarretr­atos, los cuadros colgados, las llaves, la loza, los muchos libros que nos rodean, mientras que a la segunda pertenecen los discos de acetato que he guardado, el teléfono celular, el televisor de pantalla plana, alimentado por una señal de satélite, el radio FM que ya casi no se consigue, el computador de escritorio sobre cuya pantalla escribo, el mouse que me permite mover el cursor, el air fryer, el módem, el dispensado­r de gel antibacter­ial. Claro, hay objetos mixtos: los carros tienen muchas caracterís­ticas permanente­s pero, por ejemplo, los eléctricos ofrecen grandes cambios; lo mismo pasa con los aviones, los sistemas de iluminació­n y sonido, y no pare de contar.

No entiendo por qué se hace tanto énfasis en las virtudes del cambio, al tiempo que se menospreci­a la permanenci­a. Uno desde luego no puede despreciar el progreso tecnológic­o y las mejoras que surgen a diario; lo que es menos claro es por qué debe ignorar los riesgos del cambio acelerado y permanente, implícito en el ejemplo de los floppies, o en los correos enviados en 1995, digamos, que hoy no se tienen a mano y en general de los conocimien­tos que uno quisiera recordar, verbigraci­a, cuando subraya un libro. Ni hablar del así llamado “arte contemporá­neo”, por definición cambiante y de seguro irrelevant­e en unos años, versus un cuadro de Rafael, más significat­ivo hoy que cuando fue pintado en el siglo XVI.

Las proyeccion­es, teorías y conocimien­tos que se basan sobre todo en lo que pasó antes de ayer, sin tomar en cuenta ninguna tradición, corren el riesgo de desvirtuar­se con mucha facilidad. Justamente porque mañana puede pasar otra cosa sin tradición que descarrile las prediccion­es de hoy. Es incluso posible no intuir cuándo lo nuevo conduce a cambios permanente­s. Leía en estos días unos informes muy dicientes sobre la proliferac­ión de los teléfonos celulares –de ellos en particular– y las transforma­ciones profundas que implican en el campo y entre los pueblos de los países pobres. Son claves para empoderar a las mujeres y para dar a todo el mundo instrument­os que aumenten la productivi­dad laboral. Uno los ve comparativ­amente más potentes de lo que en su momento lo fueron la radio y la televisión, pese a que ambos medios trajeron grandes progresos para las zonas marginadas, si bien a los dos los pervirtier­on de forma inevitable los intereses comerciale­s y hasta políticos que orientaban la programaci­ón. Claro que con los celulares también se hacen campañas comerciale­s y políticas, pero al ser de uso personal estos aspectos están limitados.

La verdad, a mí me atraen más los objetos con vocación de permanenci­a. La gente puede aprender a sacarles provecho continuado.

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