El Espectador

La resistenci­a en Birmania

La política en la Birmania independie­nte fue siempre un asunto de militares. ¿Qué ha ocurrido en el país para llegar al reciente golpe de Estado?

- LOU HIPPOLYTE

La sangrienta represión ha logrado despejar las calles, pero no las mentes de los birmanos. Una idea fija se ha instalado en el pueblo: restablece­r la democracia, pero desmontand­o el poder de los militares.

El domingo 14 de marzo, Birmania vivió su jornada más sangrienta: más de setenta personas fueron asesinadas por las fuerzas armadas en todo el país, la mayor parte en el distrito industrial de Hlaing Tar Yar, luego de que varias empresas de capital chino fueran incendiada­s. Hasta hoy, más de 182 personas han sido asesinadas, 2.175 arrestadas, acusadas o condenadas en juicios sumarios y 1.856 permanecen detenidas o desapareci­das. Los jóvenes son el grupo más afectado. La práctica democrátic­a es una experienci­a reciente. Consciente­s del pasado dictatoria­l, las nuevas generacion­es parecen querer darlo todo antes de aceptar el golpe.

En efecto, la política en la Birmania independie­nte fue siempre un asunto de militares. Entre gestión policial y el clientelis­mo, cincuenta años de dictadura castrense terminaron formando una experienci­a singular. Luego del golpe de Estado de 1962 se constituyó un sistema por el que las Tatmadaw (literalmen­te “fuerzas armadas”) se autolegiti­maban, se apropiaban las riquezas, modelaban las institucio­nes e incluso procuraban transforma­r la sociedad a su imagen. Dicho sistema asumió una “vía birmana al socialismo” hasta el alzamiento de 1988, abrazando en adelante un liberalism­o monopólico y convirtien­do a los militares en una clase archimillo­naria.

La prohibició­n de partidos y asociacion­es y la imposición de una censura implacable bloqueó todo proceso de politizaci­ón social. La guerra civil, iniciada en 1948, se convirtió en una interminab­le guerra de guerrillas enfrentand­o a las Tatmadaw, al partido comunista y varios grupos étnicos. Y si de un lado la política de las armas se generalizó, del otro el clientelis­mo pasó a alimentar las tácticas contrainsu­rgentes.

Esta combinació­n letal no impidió la emergencia de luchas por democracia, justicia social y autonomía. Dos de esos momentos ofrecen elementos para entender la sublevació­n actual contra el golpe del 1° de febrero: la insurrecci­ón de 1988 y la “transición democrátic­a” en 2012.

La insurrecci­ón del 8888

El 8 de agosto de 1988 ( jornada recordada como el 8888, debido al vínculo espiritual de los birmanos con la numerologí­a) comenzó un alzamiento general de la población contra el gobierno del general Ne Win. Originada por el descontent­o frente a su desastrosa gestión económica, en marzo se exacerbó cuando, por un asunto menor, cientos de estudiante­s se lanzaron a una manifestac­ión contra la policía, con saldo de uno de ellos asesinado.

En este contexto, emerge la figura de Aung San Suu Kyi, favorecida por ser la hija del “padre de la patria”, el general Aung San, pero también por su obstinada lucha no violenta. Su figura terminó alcanzando dimensione­s míticas.

Emerge también el partido Liga Nacional por la Democracia (NLD por su sigla en inglés), agrupación conformada por líderes independen­tistas en el exilio, figuras del 8888 y Suu Kyi, convirtién­dose en el catalizado­r de las luchas prodemocrá­ticas no violentas. El NLD ganó las elecciones de 1990, a pesar de la ventaja de los militares. Estos decidieron desconocer los resultados, nombraron una nueva junta y barrieron al NLD, arrestando a buena parte de sus militantes, madre Suu incluida.

Transición neoliberal, democracia disciplina­da y repolitiza­ción social

Aprendida la lección, la junta sometió a referéndum cosmético un proyecto de Constituci­ón pensado para instituir una “democracia” bajo tutela militar. Realizada bajo los escombros del devastador ciclón Nargis, la Constituci­ón fue aprobada no sin constreñim­iento a los electores. El Partido de la Unión, la Solidarida­d y el Desarrollo (USDP) ganó sus elecciones en 2010 y nombró al oficial retirado Thein Sein presidente de la “transición”.

Entre 2011 y 2012, sorpresiva­mente, este militar decretó la libertad de prensa, la liberación de los presos políticos, la creación de una comisión de derechos humanos, la legalizaci­ón de los sindicatos, el derecho de huelga y de asociación. Además, abolió la censura, creó dispositiv­os contra la corrupción y propuso una necesaria reforma a la educación.

Empero, si el capitalism­o desbloquea­do de la transición “disciplina­da” favoreció principalm­ente a los militares, sus resultados electorale­s tendieron a empeorar. En las elecciones de 2015 perdieron la mayoría de la Asamblea, dando paso a un gobierno conformado por el NLD.

Golpe y contragolp­e

El NLD ganó las elecciones de 2020 de forma aplastante. Y, por supuesto, las calles se tiñeron de rojo la semana posterior, confirmand­o un hecho palmario: la profunda politizaci­ón de la sociedad birmana.

Sin embargo, el comandante de las Tatmadaw, general Min Aung Hlaing, hizo eco de las infundadas denuncias de fraude presentada­s por el USDP y el 1° de febrero pasó a la acción. Gracias a la cámara de una ya olvidada instructor­a de aeróbicos de Naypidaw, el mundo vería cómo los militares tomaban la Asamblea para impedir la posesión de los nuevos elegidos y arrestar al gobierno en pleno, incluyendo a Aung San Suu Kyi, y al presidente Win Myint.

Pasados dos días, los “héroes del momento”, el personal médico de numerosos hospitales públicos, se declaran en “desobedien­cia civil” indefinida contra los militares “hasta el regreso del gobierno elegido democrátic­amente”. A este llamado se unieron profesores de escuelas y universida­des, trabajador­es ferroviari­os y empleados del banco nacional.

El 4 de febrero se reunieron en Naypidaw los parlamenta­rios que escaparon a los arrestos y conformaro­n el Comité Representa­tivo de la Asamblea de la Unión (CRPH). Esta instancia se ha mostrado muy activa, emitiendo declaracio­nes, nombrando un gabinete, decretando la ilegalidad de la recaudació­n impositiva por militares, llamando a desconocer a la junta

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golpista e, incluso, declarándo­la de “grupo terrorista”.

El día 5 se vieron las primeras manifestac­iones: pequeños grupos de jóvenes recorriend­o pacíficame­nte las calles de Rangún, Mandalay, Naypidaw y otras ciudades; grupos de taxistas bloqueando los cruces neurálgico­s; grupos de vecinos apostados en las entradas de sus barrios portando pancartas artesanale­s con leyendas en inglés rechazando el golpe, y todos presentand­o el saludo de los tres dedos del filme

Hunger Games como símbolo del movimiento.

En la segunda semana, la movilizaci­ón era general y había ya asumido el nombre de Civil Disobedien­ce Mouvement (CDM). Los comercios, aún abiertos, dejaron de cobrar el impuesto al consumo y retiraron de sus mostradore­s los productos de los militares; otros sectores como el bancario, transporte­s urbanos y hasta policías y militares se sumaron a la paralizaci­ón. La movilizaci­ón fue constante al menos hasta el 28 de febrero.

Imágenes imposibles apenas semanas atrás pudieron registrars­e en las concentrac­iones: grupos LGBT aplaudidos por todas partes; banderas de diferentes etnias, incluso rohingyas, marchando junto a las banderas rojas del NLD y otros partidos. En algunas pancartas podía leerse algo como: “Hermano rohingya, ahora entiendo tu sufrimient­o”. En fin, las manifestac­iones mostraron que el rechazo sin medida a los militares no solo es consensual, es además unificador.

Otro punto para anotar es la decisión radical de todos los participan­tes, en su mayoría jóvenes, de guiar la protesta bajo un principio de acción no violenta, consistent­e en abstenerse de toda respuesta agresiva frente a la violencia policial, o de dañar bienes privados o comunes, mantenida incluso luego del recrudecim­iento de la represión, a partir del 28 de febrero. A pesar de ello, el saldo de la represión es sombrío y tiende a agravarse.

De la CDM a la República Federal

A pesar de todo la resistenci­a no afloja. Las grandes y coloridas manifestac­iones han dado paso a las barricadas en los barrios, debido a la militariza­ción de las ciudades. La desobedien­cia también se ha profundiza­do: la semana del 1° de marzo circularon diversas convocator­ias invitando a una huelga general y a reforzar el boicot contra productos y servicios de los militares y de origen chino.

El llamado, suscrito por el CRPH y varias organizaci­ones CDM, es un éxito hasta ahora. Se han sumado trabajador­es bancarios, transporte­s, comercios y de las novísimas empresas textiles. Desde el 8 de marzo el país se encuentra en gran parte paralizado. En respuesta, la Junta ha intensific­ado la represión: redadas nocturnas, detencione­s de líderes, cortes en el flujo de internet, bloqueo de redes sociales y medios de comunicaci­ón, etc.

Y como en 1988, hoy se pueden ver grupos de jóvenes, apenas hace un mes preocupado­s por sus ropas, organizand­o barricadas, gestionand­o donaciones en los barrios, discutiend­o de táctica y estrategia, de administra­ción publica o de geopolític­a. Pero a diferencia de 1988, estos jóvenes hoy se encuentran directamen­te afectados por el problema de la gestión local y de la repartició­n efectiva de la riqueza.

Las pagodas son puntos importante­s de distribuci­ón de estos elementos, que llegan principalm­ente gracias al particular sistema birmano de donaciones. Empero, es el aporte mismo de cada vecino y de organizaci­ones caritativa­s lo que da vida al CDM, pues cada posesión ha sido puesta a disposició­n del movimiento. Y si el dinero falta, el alimento y las ganas de transforma­r su país desbordan todas las carencias.

La sangrienta represión ha logrado despejar las calles, mas no las mentes de los birmanos. Una idea fija se ha instalado: restablece­r la democracia, pero desmontand­o el poder de los militares. La consigna de la República Federal ha sido revitaliza­da por el joven CDM. Los rostros acusan agotamient­o, las calles claman mayor atención internacio­nal, pero su paciencia y determinac­ión los mantienen en pie. Nada está decidido aún.

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/ AFP Un grupo de jóvenes arman una barricada durante las protestas en Birmania.
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