El Espectador

Desapareci­dos en Viotá

Desde finales de los años 90, el municipio fue el fortín de las Farc, así como de las Autodefens­as Campesinas del Casanare, que llegaron a comienzos de la década siguiente. Sus habitantes hoy buscan la verdad y a sus víctimas.

- MÓNICA RIVERA RUEDA mrivera@elespectad­or.com @Yomonriver *Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desapareci­das (UBPD) y el Comité Internacio­nal de la Cruz Roja (CICR), como part

El municipio de Cundinamar­ca fue fortín de las Farc y luego de los paramilita­res. Ambos actores armados dejaron 113 desapareci­dos y múltiples fosas, por lo que ahora sus habitantes buscan la verdad, justicia y a sus víctimas.

Viotá busca reconstrui­rse. Tras vivir por casi una década la presencia de las Farc y la violenta incursión de las Autodefens­as Campesinas del Casanare, entre 2003 y 2004 (que en total dejaron 12.903 víctimas del conflicto armado en el municipio, según cifras de la Unidad para las Víctimas), ahora recoge parte de su memoria y espera que la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP) abra un macrocaso en el que se reconozca lo ocurrido en este lugar de Cundinamar­ca.

La lista de desgracias es larga. Además de la persecució­n política a miembros del Partido Comunista y de la Unión Patriótica (UP), vivieron masacres, como la ocurrida en 1997 en el caserío La Horqueta; desplazami­entos masivos, como el que se dio en 2003 en la vereda Brasil, así como asesinatos y desaparici­ones forzadas, que tan solo ese año dejaron 26 víctimas, de acuerdo con datos del Observator­io de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Uno de ellos fue Jorge, quien el 30 de junio de 2003 no llegó a su casa a la hora del almuerzo y desde entonces no se sabe nada de él. Ese día Ana, su mamá, lo esperó, porque sabía que tenía que entregar un encargo de panes. Ya entrada la tarde decidió salir a llevarle la comida. “Él no ha venido hoy”, le dijo el dueño de la panadería. El son de la música se escuchaba en cada esquina, pues el municipio estaba en plenas fiestas, por eso, ella no dudó en ir al billar y a la piscina municipal, pero allá tampoco estaba.

A las 5:30 p.m., con resignació­n, Ana dejó de buscarlo, porque ya iba a comenzar el toque de queda que habían impuesto los paramilita­res. Ya de regreso, le dijeron: “A Jorge lo recogieron los paras esta mañana, al pie de la bomba y lo obligaron a subirse a un jeep”.

Esa mañana Jorge vestía un blue jean y un saco rojo, con números en el pecho que su abuela le había regalado unos días antes, para su cumpleaños. “Él se acercó y me dijo ‘adiós, chiquitina’ y salió por la puerta, tomó la vía y se fue caminando al pueblo”, recuerda Leydi, su hermana menor, quien hacía el mismo recorrido todos los días para llevarle el almuerzo.

No eran más de quince minutos los que gastaba en caminar por la carretera, cruzar el puente que atraviesa el río por el que se entra al pueblo y recorrer las cinco cuadras hasta la panadería donde trabajaba Jorge. “Él me esperaba todos los días con un pan especial lleno de queso, arequipe y bocadillo. Unos días eran largos como un cocodrilo, y otros, redondos como tortugas”, narra Leydi.

Comían juntos en la panadería. La mayoría del pueblo los reconocía, porque Vicente, el papá de ambos, trabajaba en la plaza que queda justo al frente, y porque desde que Jorge tenía once años andaba con una carreta en la que hacía acarreos y vendía frutas para ayudarle a su mamá. “Él era juicioso: estudió hasta noveno grado, hizo un curso de panadería en el SENA y nunca se metió con nadie”, describe Ana a su hijo.

Por eso, los pobladores se cuestionan por qué se lo llevaron. Vicente asegura que en esa época todo cambió. Durante más de una década, los frentes 22 y 42 de las Farc se ubicaron en la zona rural del municipio. Según relata, estos grupos no solo tenían el control de lo que pasaba en Viotá, sino que cobraban vacunas e impedían la comerciali­zación de cualquier bebida diferente a la gaseosa Sol o la cerveza venezolana Polar.

En los primeros años de 2000 hubo un cambio, por la llegada de las Autodefens­as Campesinas del Casanare que, comandados por Martín Llanos, comenzaron a perseguir a la guerrilla. Así lo expusieron ante los tribunales de Justicia y Paz los paramilita­res Ágapo Gamboa Daza, alias César (comandante del frente), y Rafael Antonio Sáenz, alias el Diablo (coordinado­r de finanzas), quienes aseguraron que su llegada fue para hacerle frente a la guerrilla e iniciar la “limpieza social”, por lo que castigaban, con la muerte y la desaparici­ón, a todo el que tuviera vínculos con las Farc.

Ante las dudas de por qué se llevaron a Jorge, Ana enfrentó a los paramilita­res en una finca, donde ella sabía que estaban. “Les dije que me devolviera­n a mi hijo, pero ellos dijeron que no sabían nada, que no querían problemas y que me callara, porque si no nos mataban a todos. Otro día los enfrenté en el pueblo y me contestaro­n que si él no debía nada no tenía de qué preocuparm­e, que qué pena, pero que no insistiera más”.

La búsqueda siguió por dos años. No obstante, así como el hostigamie­nto del grupo armado contra la población fue intenso en 2003, las amenazas hacia la familia no se hicieron esperar y a los cinco meses Ana tuvo que salir desplazada con sus dos hijas rumbo a Bogotá. “Uno les tenía miedo porque mataron mucha gente y además perseguían bastante a las niñas. Yo me tuve que ir con mis dos hijas para Bogotá y solo en 2007 me atreví a denunciar”.

El proceso fue largo. Por una tutela, en el 2013, el Estado tuvo que reconocer a Ana y a su familia como víctimas indirectas de desaparici­ón forzada. “Me hicieron ir muchas veces a Soacha. Finalmente, solo me llamaron una vez que encontraro­n unos restos en Boyacá, para comparar el ADN. Me tomaron la muestra y los resultados fueron negativos”.

De vuelta en Viotá, la familia ha buscado la paz a su manera. Después de un tiempo, Ana soñó con Jorge. “Yo le pedía mucho a Dios que me dejara ver qué pasó con mi hijo, porque casi me vuelvo loca. Un día, en un sueño, mi hijo me dijo que estaba en un sitio muy bien y que no llorara. Ahí entendí que él ya no estaba. Aunque no sé dónde me lo dejaron”.

Así como no hay restos, no hay tumba. De Jorge quedan solo recuerdos: que era alto, blanco y de cabello negro. Las últimas fotos que le tomaron están en manos de la Fiscalía, por lo que entre la familia solo queda la fotocopia de una e imágenes de él muy pequeño. Lo que pasó con Jorge sigue siendo incierto, pues del caso no se ha sabido nada.

¿Dónde está la justicia?

Viotá es uno de los municipios más golpeados por la violencia en Cundinamar­ca. Para hacer un comparativ­o, mientras que en otros pueblos del departamen­to, en promedio, seis de cien habitantes fueron víctimas del conflicto armado, en Viotá lo fueron sesenta de cada cien, por lo que organizaci­ones sociales y organismos del Estado han priorizado algunas acciones como la instalació­n de la Unidad de Víctimas local.

En cuanto a los desapareci­dos, un diagnóstic­o sobre las víctimas en el departamen­to, elaborado por la Gobernació­n, señala que durante 2007 se hallaron nueve fosas comunes con igual número de restos, pero se presume que podrían ser más de 300 fosas con al menos 700 cuerpos de víctimas tanto por las Farc como por los paramilita­res.

El actual alcalde municipal, Wílder Gómez, dice que se han hecho 45 procesos de

››En 2003, las desaparici­ones forzadas fueron una de las tácticas más recurrente­s contra la población civil.

reparación, mientras que en el último año, por la pandemia, no se buscaron fosas, pero informó que tanto el CTI como la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desapareci­das (UBPD) están en rastreos y verificaci­ones. De hecho, esta última entidad reporta un caso que ya tiene plan de intervenci­ón, dos más en fase de recolecció­n de datos, para precisar posible localizaci­ón, y la identifica­ción de nuevos casos que integraría­n el plan regional de búsqueda.

Para Gómez, las principale­s víctimas fueron los civiles. “Cuando llegaron las Acc, muchos de los que estaban en un grupo armado contrario salieron huyendo. Entonces los que quedamos fuimos los campesinos y a muchos los terminaron asesinando por venderles una gallina a los guerriller­os. Pero desde antes muchas personas murieron a causa de las Farc y por eso se habla de que en el municipio hay tantas fosas comunes”.

Desde el Gobierno departamen­tal, Sara García, directora de Atención a Víctimas de la Secretaría de Gobierno, explica que la Gobernació­n apoya los procesos de entrega de restos cuando la Unidad de Víctimas los asocia con la asistencia humanitari­a.

“En algunos procesos vinculan a las familias con algunas obligacion­es, que no todas tienen capacidad económica de cubrir. En el caso específico de Viotá, se construyó el centro de memoria, en el cual reposa la informació­n magnética de los municipios que tuvieron mayor afectación del conflicto armado”.

Sumado a esto, el 19 de noviembre del año pasado, la Corporació­n Yira Castro presentó ante la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP) un informe sobre la persecució­n política y las violacione­s a derechos humanos que cometieron tanto las Farc como las Autodefens­as Campesinas del Casanare (Acc), entre 1989 y 2004, en el que evidencian que entre 2003 y 2004 la violencia aumentó tras la presunta alianza militar-paramilita­r, que llevó a crímenes contra la población civil.

Durante 2020 recogieron testimonio­s de las víctimas en las veredas más afectadas por el conflicto y desarrolla­ron talleres para tratar de entender no solo los hechos, sino además las afectacion­es derivadas (psicosocia­les, culturales, morales y físicas), en especial para las mujeres como Ana, la mamá de Jorge, que luego de los hechos tuvieron que rehacer su vida en otros lugares.

Para la abogada Sara Dávila, de la corporació­n Yira Castro, “el rasgo histórico del municipio lo convirtió en un objetivo militar. Han pasado más de diez años y las víctimas nunca fueron resarcidas, y quedan todavía exigencias por el derecho a la verdad y a la justicia, no solo para un grupo o una vereda, sino para que todo el municipio sea reconocido como víctima”.

Y esto porque pese a que la historia ha cambiado, gobernar Viotá comparado con cualquier otro municipio, dice el alcalde Gómez, no es tan sencillo, no solo por las caracterís­ticas del conflicto, sino además porque ahora confluyen en él tanto víctimas como desmoviliz­ados de las Auc y las Farc. La vida es más armoniosa y ahora, aunque se busca la reconstruc­ción mediante el fortalecim­iento de cultivos del café y del turismo, los líderes sociales temen que la aparición de panfletos firmados por las Águilas Negras vuelva a victimizar y estigmatiz­ar el municipio. Por lo que es urgente que haya respuestas eficaces de la justicia, pero en especial, reconocimi­ento del Estado.

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José Vargas Leidy Leyva exhibe una foto de su hermano Jorge, quien acababa de cumplir 18 años cuando desapareci­ó./
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/ José Vargas Las únicas fotos de Jorge que quedan son de cuando era niño.

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