Iglesia, la Santa Iglesia
IMAGINO CUÁNTO HABRÁ PERDIDO la Iglesia en esta pandemia. No me refiero a lo económico, pero también. Pensemos primero en que donde es más castigado el aforo es en los templos. Medidas estrictas lo regulan o lo prohíben taxativamente; eso no está del todo mal, puesto que han de evitarse las aglomeraciones y con ese pretexto enemigos librados, como el gobierno de Venezuela, afinan el confinamiento durante la Semana Santa.
Los feligreses católicos, dicho sin eufemismos, los que lo son o lo somos, sin pudor a que se nos diga camanduleros, llevamos un año sin templos. El mismo tiempo que llevan los templos sin nosotros.
Y Colombia está llena de ellos. No hay poblado de este país que no cuente con una hermosa estructura de puertas amplias, torreón y campanario, para llamar a la oración. Edificaciones macizas que identifican a la localidad. Quien ha caminado rutas rastrojeras y veredales sabe que se adivina la cercanía de la población por sus cúpulas, unas de ojiva, otras de cebollita (entre nosotros muy pocas, tipo bizantino), otras de tomate de árbol, ni redondas ni ojivales, como la de Cajicá, Cundinamarca.
Ninguna es fea, excepción hecha de la parroquial de Soacha o de algunas construidas transversalmente, como la de Puerto López, altivo pueblo del Meta. Sin pretensiones, las hay bellísimas: Barichara, Ubaté (C.), Las
Lajas, que habría que mencionar aparte, aunque no he pisado sus lajas; con otras muchas: la colonial de San Laureano, que no dejaría de mencionar, en Tunja; la monumental Basílica Metropolitana de Medellín, toda ella en prodigioso ladrillo a la vista; San Pedro Claver, en Cartagena; la Ermita, blanquísimo ponqué gótico, en Cali. Innumerables y para mí desconocidas en su mayoría. No dejo de mencionar la de Nuestra Señora de Chiquinquirá, patrona de Colombia, y me refiero a la construida por el fraile Madero, en la calle 50 de Bogotá, levantada en el propio hábitat de nuestro pasar de juventud, al lado de mis padres muertos y del venerable sacerdote Madero, igualmente fallecido, porque el tiempo pasó y contra él no existe vacuna.
Son muchas: la para mí entrañable de Lourdes, renovada interna y externamente, la que luce, en gótico morisco, una aguja única bellamente trunca e inconclusa, como otras de su estilo, y que data de 1875; igualmente, Las Nieves en la 20 y El Carmen en la calle 12, bogotanas y pintadas a mano. Y con ellas, la más concurrida, la del 20 de julio.
¿De qué estarán viviendo las parroquias más pobres, las de feligreses menos acomodados? Las limosnas cuentan, es un hecho aceptado y no pueden depender todas del Óbolo de San Pedro (apoyo vaticano) y hasta el Quijote lo dijo: “El cura de lo que canta, yanta”, lo que suena tan cruel como sonoro; aunque fuera bueno que se evitara la lista de quienes financian el acto religioso. Y que no lo sepa Lutero.