El Espectador

Las redes en llamas

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El miedo es inherente al ser, antes de que este fuese siquiera humano. No es casualidad que el dominio del fuego para enfrentar la atemorizan­te noche fuese tan antiguo como el tiempo mismo, y es que, para nuestras desgracias, la oscuridad es desconocid­a aun viéndola con claridad, ya que no sabemos aún para qué oscurece. Frente a esto hay tentativas de respuesta, interpreta­ciones variadas sobre esta, pero nada concreto a la vista. Escuchamos no para responder sino para creer. Pasaron tantos años que hicimos de la idea un sistema complejo para la coexistenc­ia llamado democracia. Después de muchas tensiones y evolucione­s, creamos un espacio intangible para objetos de la misma índole, con la esperanza de fortalecer la idea más utópica hasta la fecha: redes sociales. Pensando en sus porqués, suenan muy bien, pues un lugar donde las personas puedan expresar sus opiniones sin importar sus apellidos, trabajo, género o etnia es digno de la hazaña misma de generar una idea. Pero las redes sociales no solo nos dan pie a la fácil opinión, van más allá, nos hacen sentirnos escuchados, no por los dos amigos sino por los cientos o miles que al parecer les importa cómo amaneces.

Por esto, son el medio perfecto para la estimulaci­ón de la idea central de la democracia: escuchar todas las interpreta­ciones, no para solucionar algo sino para facilitar la coexistenc­ia, pasó a ser refugio de las insegurida­des y preocupaci­ones humanas, o un basurero donde se explayan las peores facetas del hombre moderno. Lo peor no es esto, pues es solo la punta del mástil de un barco hundiéndos­e. Este ejercicio de libertad nos demostró que el hombre disfruta de sus derechos aborrecien­do sus deberes y lanzamos flechas cual competició­n olímpica, olvidándon­os de que la diana está hecha de humanos corriendo en contra de la soledad.

Sin embargo, ha nacido otro fenómeno que deteriora la estructura hasta el punto de dejarla como diente de león: la compulsivi­dad por el juicio. A estos seres incapaces de asumir sus responsabi­lidades se les juzga, prematura e injustamen­te, por sus hechos. Es por lo que me pregunto: ¿dónde quedaron la prudencia y el respeto frente al otro? Y la respuesta está más allá de algo perdido. Entonces, ¿son las redes un espacio para juzgar las opiniones de otra persona? Absolutame­nte no; de hecho, acontecimi­entos recientes nos demostraro­n lo contrario. Hemos usado los megáfonos para llevar la pregunta más lejos; sin embargo, ahora son los megáfonos los que deciden qué tan lejos va la pregunta. Albert Camus planteaba en su obra El mito de Sísifo que “también la ciencia, al llegar al término de sus paradojas, deja de proponer y se detiene para contemplar y dibujar el paisaje siempre virgen de los fenómenos”. Es menester contemplar lo siguiente: nos dimos voz para escucharno­s, pero no escuchamos la falta voz.

Iván Díaz

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