El Espectador

A propósito de los 55 años Profamilia, presentamo­s una reflexión sobre las posibilida­des que las narrativas del cuerpo permiten en contextos de transforma­ciones sociales.

El cuerpo se ha complejiza­do desde diferentes narrativas y artes. A propósito de los 55 años de la organizaci­ón Profamilia, presentamo­s una reflexión sobre las posibilida­des que las narrativas del cuerpo permiten en contextos de transforma­ciones sociales.

- MARÍA PAULA LIZARAZO CAÑÓN mlizarazo@elespectad­or.com

Hubo un tiempo de mi vida en el que caminaba largas horas a temperatur­as entre cero y cinco grados. El aire que yo respiraba se perdía entre ráfagas de viento, igual que mis pasos, que no dejaban trazo. Recuerdo que en una de esas caminatas pensé en las tantas veces que he escuchado que el periodismo no es el lugar del yo, sino del otro. Cuánta violencia puede haber al intentar explicar a otro y su circunstan­cia, incluso, comenzando por ese sustantivo de “otro”. La norteameri­cana Susan Sontag escribió en su ensayo Ante el dolor de los demás que “no debería suponerse un nosotros cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”. Tal vez y, más bien, en el fondo, no escribamos para contarle a algún nosotros indefinido las historias de otros; tal vez algunos escribimos para comprender en esas historias nuestra propia historia.

En ese tiempo en el que el camino helaba, conocí a una griega, actriz de teatro, de quien revelé, por muy obvio que parezca, que el cuerpo es agente y testigo de nuestros caminos, que lo dotamos de símbolos y que podemos resignific­arlo constantem­ente como una posibilida­d de resistenci­a ante químicos, biopolític­as y otras violencias.

La organizaci­ón Profamilia cumplió 55 años desde que el ginecólogo Fernando Tamayo la fundó, teniendo como una de sus principale­s preocupaci­ones la densidad poblaciona­l del país. Estudió Medicina en la Universida­d Nacional y realizó su especializ­ación en Ginecologí­a y Obstetrici­a en hospitales asociados a la Universida­d de Harvard, en Estados Unidos. El médico comprendió que la planificac­ión familiar les permitiría una relación diferente a las mujeres y los hombres con su cuerpo y su entorno social, y que esto reduciría la brecha de pobreza en el país. En los años 60, el promedio de hijos por familia era de siete, hoy en día es de dos. Al regresar de Estados Unidos, Tamayo abrió un consultori­o en la calle 85 dispuesto a darles a mujeres informació­n sobre fertilidad y métodos anticoncep­tivos.

Para conmemorar este aniversari­o, se llevó a cabo el libro Hechos y derechos, que, con un prólogo de Florence Thomas, que, desde el reportaje, la crónica y la entrevista, narra las historias y batallas de algunos adolescent­es, mujeres y hombres en materia de derechos sexuales en el país, a partir de sus testimonio­s. El libro no trata de decretos ni de cifras: se centra en las conquistas de la gente sobre su propio cuerpo, en un país que apenas admite el aborto en tres causales; un país donde, según cifras de 2016, el 69,9 % de mujeres adolescent­es y el 52,7 % de hombres adolescent­es, entre 15 y 19 años, activos sexualment­e no usan ningún método anticoncep­tivo; un país donde, aproximada­mente, cada treinta minutos hay un caso de violencia sexual.

Entre los testimonio­s está la historia de Alejandra y Carlos, una pareja wayuu. Cuando se casaron tenían menos de 18 años. Tras tener dos hijos, decidieron planificar: ambos vienen de familias en las que hay cuarenta personas por generación, en una zona en donde el agua, la comida y la plata escasean. Alejandra no quiere hijos que sufran por hambre. Esta familia reclama su cuerpo, así como su comunidad lo ha intentado con su territorio, como un lugar de fronteras sobre el cual tener determinac­ión.

También hay una historia del año 2006: a una menor de catorce años, que tiene discapacid­ad cognitiva, se le practicó el primer aborto legal en Colombia, tras la sentencia 355 de la Corte Constituci­onal, por un embarazo producto de una violación por parte del compañero sentimenta­l de su madre.

O el relato de una joven de 16 años a quien su doctora, en una consulta de EPS, la juzgó de promiscua por tener una enfermedad de transmisió­n sexual.

Hechos y derechos es narrado desde varias regiones del país. Incluye historias sobre los jóvenes multiplica­dores de educación sexual de la organizaci­ón, además de episodios como aquel de 2014, cuando Profamilia se vio obligada a cerrar su sede en Tumaco por amenazas y extorsión. Florence Thomas apunta en el prólogo que si bien desde 1994 los derechos sexuales se volvieron derechos humanos, en Colombia estos se han tenido que abordar en medio del conflicto armado, el desplazami­ento y la violencia. Por ejemplo, en el departamen­to del Cauca, en medio del conflicto armado, la iniciativa Valiente adelanta propuestas pedagógica­s para que los menores reconozcan su cuerpo con “naturalida­d y dignidad, para respetar al sexo opuesto e identifica­r situacione­s de riesgo como el abuso sexual”.

Desde narrativas como la periodísti­ca, la performanc­e y el bordado, entre otras, el cuerpo se ha significad­o como una escritura, como un territorio para narrar y pensar los entornos que lo envuelven.

La obra de la antioqueña Libia Posada, médica y artista, es uno de estos casos. Posada trabaja con personas que han sido desplazada­s por el conflicto armado y en sus cuerpos desnudos pinta el recorrido que han hecho, haciendo que se apropien de su propia migración, develándol­es que su cuerpo es un territorio para comprender la vida, el dolor e incluso el arte.

En la literatura también hay disputas por el derecho a narrar el cuerpo y contar la historia propia desde ese terreno. En Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, de Albalucía Ángel, Ana, la protagonis­ta de la novela, resignific­a el recuerdo de una

››El libro no trata de decretos ni de cifras: se centra en las conquistas de la gente sobre su propio cuerpo. En la literatura también hay disputas por el derecho a narrar el cuerpo y contar la historia propia desde ese terreno.

violación cuando hace el amor con su novio: “Era diferente porque la náusea no me acosó esta vez ni se me rompieron las entrañas, sino que más bien se fueron esponjando como una flor que se abre en muchos pétalos, y sin pensar en nada más yo me dejé invadir de esa violencia que socavaba con ternura y me enseñaba cuál es la diferencia entre dar y entregar, entre una piel hermana y una piel mentirosa (…) y luego fui cayendo, cayendo, largamente, dulcemente, colmada”.

O en Irma Pineda, una poeta indígena zapoteca. Su poemario La flor que se llevó es una semblanza de la violencia sexual que ha vivido su pueblo por parte del Ejército mexicano. Llegando al final, Pineda escribe, desde el dolor, pero también desde un sentido de redención: “Yo le diría: / que el corazón de una persona / puede dividirse infinidad de veces / para repartir su amor. / Y le diría: / que a pesar de ser la mano del odio / él también / es mi hermano”.

En Tiempo pasado: cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión, Beatriz Sarlo apunta que, desde los testimonio­s del horror y la primera persona hasta la literatura, el recuerdo que antecede a la narración permite que al contar los humanos dejen de padecer las pesadillas —por ejemplo, en contextos de conflicto— y se apropien de ellas. Podríamos acotar que esto, conjugado con la conquista de batallas sociales, permite que en las narrativas subjetivas y no oficiales —como Hechos y derechos, las obras de Posada, Ángel y Pineda, entre otras— se den reflexione­s que conciben ideas para pensarnos en un mundo que en algún paraje pueda exceder el binarismo de víctimas y victimario­s.

››Un libro a propósito de los 55 años de la organizaci­ón Profamilia y una reflexión sobre las posibilida­des que las narrativas del cuerpo permiten en contextos de transforma­ciones sociales.

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/ Juan Cristóbal Cobo Esta fotografía fue tomada en una brigada de planificac­ión familiar para los habitantes de Tumaco, Imbilí, Tambillo y Vuelta Larga. En el departamen­to de Nariño hay unos 11 nacimiento­s por cada 100.000 habitantes.
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