El Espectador

Secretos

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Pensé escribir que me habían robado hasta los secretos, pero preferí decir que yo me los dejé robar, y me los dejé robar porque enterré mis viejas costumbres de niño solitario y me plegué a las modas que fueron surgiendo, año tras año. Dejé de aburrirme y dejé de luchar contra ese aburrimien­to. Dejé de inventarme amigos imaginario­s y de apostar carreras contra mí mismo. Dejé de esconderme debajo de las cobijas para crear mi mundo ahí, como si estuviera en un océano repleto de tiburones de mil colores, y dejé de fabricar espadas con un palo de escoba. Dejé de ponerme guantes como los que usaban los vaqueros del oeste y dejé de colecciona­r cuanta pluma y piedra encontrara en el camino para sentirme después un cacique de la tribu más recóndita de los indígenas más tribales de una lejana selva.

Dejé de decidir y me transformé en una decisión de los demás. De todos los demás. Dije que sí, mil veces que sí, cuando hubiera querido decir que no, o por lo menos “tal vez no”, y repetir, como Bartleby, el escribient­e, “preferiría no tener que hacerlo”. Le dije que sí al primer celular que me regalaron, y aquel fue el comienzo de estarle diciendo que sí a decenas de personas las 24 horas del día. Les dije que sí, después, a las redes sociales y a las leyes de la aprobación y a todos sus manuales, y a la tecnología de punta, y al último modelo de televisor, y al más novedoso sistema de computador­es, y a la banda ancha y a la velocidad de conexión de la red, y a las canciones y las películas en línea y a un reguero de inventos que me llevaron a andar a mil kilómetros por hora sin preguntarm­e jamás hacia dónde iba con tanta prisa.

Abandoné mis antiguos molinos de viento, y por un puñado de pesos comencé a librar batallas contra molinos ajenos, que más que molinos eran máquinas productora­s de dinero. Me vendí, y cuando no me vendí, me arrendé. Me volví un simple mercenario, aunque huyera de esa palabra, y me justifiqué cuantas veces pude detrás de un simple y plano “de algo tenía que vivir”. En vez de mirar hacia los viejos molinos, decidí voltear la cabeza hacia lo que llamaban “progreso”. Alardeé de mis pocos triunfos, aunque fuera consciente de que me los habían regalado para que siguiera siendo parte de la carrera hacia el éxito y la difundiera día tras día. Algunas de aquellas victorias fueron haber guardado los secretos que se escondían detrás de mis triunfos, y otros que tuvieron que ver con claves, fórmulas y contratos de gente a la que ni siquiera conocí.

Así, poco a poco, fui olvidando mis viejos secretos, hasta el punto de que decidí robarme los que estaban en estos párrafos y todo este texto, y ni siquiera me importó.

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