El Espectador

Tiempo para la esperanza

- YOLANDA RUIZ

ESTA ES LA TERCERA VERSIÓN DE UNA columna en la que me moví entre el pesimismo extremo por el pico de la pandemia y la búsqueda de motivos para el optimismo. Al final concluí que cuando rondan la muerte, el dolor, el hambre y el cansancio es cuando más urge echar mano de la esperanza. Me quiero aferrar a ella en medio de las historias trágicas que relatamos todos los días. Leo en las redes sociales los mensajes de médicos y enfermeras agotados por el cansancio físico y emocional ante un trabajo que los ha puesto al límite como nunca antes. A pesar de que están al borde del colapso, siento que en ellos tenemos esperanza porque son seres humanos que se han puesto en riesgo por otros y que se quiebran porque les duele el dolor de esos otros, porque no son indiferent­es. Y empatía es lo que necesitamo­s para salir. Gracias a ellos por darnos esperanza.

Mientras veo que vamos lento en la vacunación y que hay países pobres en donde ni siquiera ha comenzado la tarea, me aferro a la imagen de la gente que se ha podido quitar las mascarilla­s porque en algunos países van llegando a la inmunidad de rebaño. Hay una luz al final del túnel y, aunque todavía no es para todos, tenemos que poner la mirada en esa meta. Indigna que las vacunas se concentren en los países ricos, pero genera esperanza que líderes del mundo desde distintas orillas políticas estén llamando a la libertad de las patentes para cerrar esa brecha. Si algo nos ha mostrado la pandemia es que las fórmulas que tenemos en donde cada quien busca su propio beneficio y lucro no sirven en momentos de crisis.

La pandemia golpeó a los más vulnerable­s, generó desempleo, quiebras de pequeñas empresas y pobreza, mucha pobreza. Ante la necesidad vimos también que sí es posible invertir más en programas sociales y abrir el debate sobre la posibilida­d de una renta básica que garantice lo mínimo. Estamos lejos de ello en Colombia, pero se ha puesto en evidencia la brecha gigante entre pobres y ricos, y algunos que no lo entendían ven que debemos hacer ajustes de fondo. Me aferro a la esperanza de que entendamos por fin hacia dónde debemos avanzar.

El golpe económico se siente por todas partes, aunque el tamaño del daño es distinto. No son lo mismo las pérdidas que deja la pandemia en la economía de una persona que tiene bienes e ingresos muy altos que de pronto ganará un poco menos, frente a lo que significa perder el empleo que da sustento a la familia, o ver quebrar un micronegoc­io y quedar con deudas por pagar y sin ingresos. Los más vulnerable­s siempre llevan la peor parte. Aun ahí me aferro a la esperanza porque ante la necesidad apareció también la solidarida­d. Por los barrios de las clases medias pasan cientos y cientos de personas que perdieron su sustento: venden, cantan, bailan, ofrecen sus servicios. Si lo hacen desde hace meses es porque algunas de esas familias que todavía tienen cómo subsistir comparten con otros que han perdido más. Me aferro a la solidarida­d como otro motivo de esperanza. Hay ollas comunitari­as, vecinos que dan la mano, familias que se apoyan, presencia desde la distancia.

El virus va mutando y matando, pero los científico­s del mundo investigan y avanzan. Comparten informació­n, hacen esfuerzos por explicarno­s desde sus rincones en los laboratori­os y las universida­des. Esos científico­s crearon vacunas en tiempo récord. Ante la pandemia de desinforma­ción, genera esperanza que se hayan hecho visibles y más cercanos los académicos que ayudan a entender lo que pasa. En tiempos de sombras, de incertidum­bre, de dolor y duelo por los que se van y por los abismos sociales que ha agudizado la pandemia, es cuando más necesitamo­s motivos para tener algo de fe. Yo la pongo en esos seres humanos que en muchos rincones son luz en medio de la oscuridad.

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