El Espectador

El pensamient­o negativo

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

LA SEMANA PASADA ESCRIBÍ SOBRE el llamado “pensamient­o positivo”, un conjunto de ideas livianas que hacen depender el éxito y la felicidad de una actitud inquebrant­ablemente optimista. Semejante confianza se obtiene, decía yo, atrofiando nuestra capacidad para entender la realidad con todo lo que en ella hay de posible y de imposible. Hoy escribo sobre lo contrario, es decir, sobre el “pensamient­o negativo”, una actitud que, con un pesimismo no menos inquebrant­able, empeora lo malo y nunca ve progreso en nada de lo que se hace.

Entre los voceros del pensamient­o negativo hay dos personajes. El primero sostiene que “nunca antes habíamos estado tan mal y que el futuro que nos espera es todavía peor”. Este heraldo de los pesares desconoce los logros conseguido­s. En Colombia, por ejemplo, casi todos los índices relevantes en salud, educación, violencia, pobreza, esperanza de vida, infraestru­ctura, equidad de género muestran una mejoría. Pero los voceros del pensamient­o negativo desestiman estos avances y lo hacen con la idea, quizás políticame­nte cierta, de que al desconocer­los le dan más urgencia a su causa.

Claro, el hecho de que haya habido progreso no quiere decir que tengamos el futuro asegurado. Como dice Harari, en el último siglo hemos mejorado mucho, moral y materialme­nte, “pero tal cosa no me lleva a ser optimista con el futuro”.

El segundo personaje sostiene, como el primero, que nunca habíamos estado tan mal como ahora y que si seguimos así nuestro futuro será ruinoso, salvo que cambiemos radicalmen­te la sociedad que tenemos. Este es, si me permiten un oxímoron, un “pesimista utópico” que desconoce los avances del pasado con la misma miopía con que desconoce las dificultad­es del futuro. Albert Hirschman, el célebre economista del desarrollo, se refiere a él como un vocero de la fracasoman­ía. La primera reforma agraria colombiana, la del gobierno de Alfonso López Pumarejo en los años 30, dice Hirschman, fue interpreta­da como un fracaso total, cuando en realidad había logrado cambios positivos. El fracasóman­o no acepta nada menos que la revolución y con la misma lógica con que niega los avances del pasado se opone a las reformas del presente, porque para él lo insuficien­te es igual a lo deficiente. Por eso la solución a los problemas de la sociedad no consiste en mejorarla sino en crear otra.

Una de las grandes dificultad­es que tienen los gobiernos reformista­s, como el de López Pumarejo en los años 30, es que tienen que luchar no solo contra los conservado­res que se oponen a todo cambio, sino contra los fracasóman­os que se oponen a toda mejora incompleta. Aquellos, los conservado­res, que quieren que todo siga igual encuentran en estos, los fracasóman­os, a unos aliados inesperado­s de su propia causa; sin quererlo, coadyuvan, en una especie de predicción autocumpli­da, a que las cosas sigan como están.

Lo curioso es que estos últimos parecen combinar, de manera selectiva, el pensamient­o negativo y el positivo. Son extremadam­ente pesimistas para juzgar el presente y el pasado y son en exceso optimistas para juzgar el futuro que ellos proponen.

Tanto los voceros del pensamient­o positivo como los del pensamient­o negativo, en sus dos versiones, desconocen la complejida­d del mundo: los primeros, por creer que todo es posible y los segundos, por creer que nada lo es o que lo sería si ellos estuvieran al mando.

Pero la verdad es que casi todo lo que ocurre en la realidad se encuentra en un espacio intermedio entre la desgracia y la gloria: un terreno complejo y difícil en el que si bien el progreso es posible, no deja de ser parcial e incierto.

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