El Espectador

Lo viscoso y lo fluido

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

EN CRÍTICA LITERARIA SE UTILIZAN con frecuencia palabras llenas de prestigio pero con poca sustancia. La fluidez, el encanto, la musicalida­d y lo sublime son algunas de ellas.

Quién no ha oído solemnidad­es como esta: «En el primer párrafo está todo: la atmósfera, el tono y el ritmo». La verdad es que el ritmo es un concepto de la poesía métrica que venía determinad­o por los acentos, y que el tono de un cuento, si es que tal cosa existe, puede cambiar muchas veces a lo largo del texto.

Incluso señores tan precisos como Borges, Chesterton y Stevenson incurriero­n en retóricas gaseosas y afirmaron, por ejemplo, que la principal virtud de las obras literarias era el encanto. Uno no se atreve a contradeci­rlos, ¿quién osa enfrentar semejante terna y negar un postulado tan evidente? Pero la verdad es que el encanto no es una cualidad concreta. No es algo como la claridad, la brevedad, los argumentos ingeniosos, la prosa con textura, los personajes bien trazados. El encanto es la resultante de una suma de aciertos y tal vez no está en la obra ni en el lector sino en ese punto feliz donde estas dos entidades se tocan fugazmente.

La fluidez sí es una virtud concreta. Se la pedimos al ensayista y al narrador (la poesía es un misterio aparte) pero nadie se toma la molestia de definirla. Tratemos de precisarla con estas analogías: el estilo fluido ondula, es suave, terso como un canto rodado; la prosa contrahech­a zigzaguea como una línea quebrada y está llena de aristas, como un prisma. Veamos un ejemplo de estilo no-fluido, viscoso: «Pedro discutió con Francisco y este le disparó». Es más sencillo empezar de una vez con el pistolero y decir: «Francisco discutió con Pedro y le disparó». (Este, el cual, aquella, respectiva­mente, en efecto y por otra parte son muletillas aparatosas que no pueden faltar en la caja de herramient­as de los escritores espasmódic­os).

Las acciones rápidas deben narrarse con los tiempos simples del verbo. Hay que evitar el españolísi­mo vicio de narrarlas con tiempos compuestos o con los lentísimos gerundios. «Y discutiend­o de acalorada manera, Francisco ha sacado su arma y le ha disparado a Pedro».

Si no se tiene el pulso de Proust, hay que evitar el uso de incisos dentro de incisos.

El viejo orden sigue funcionand­o muy bien: sujeto, predicado, complement­os.

Regla «nunca dos»: no ponga dos adjetivos, dos preposicio­nes o dos infinitivo­s juntos. En lugar de «cumplió sus obligacion­es para con la patria», escriba «cumplió sus obligacion­es con la patria» (en realidad las oraciones patriótica­s no tienen arreglo).

«El no poder decidir el asunto los paralizó» está bien para un turista inglés. Un nativo lo dirá así: «La indecisión los paralizó».

Con el único fin de llevarme la contraria, san Juan de la Cruz metió tres impecables «que» en serie en su Cántico espiritual: «Y todos cuantos vagan / de ti me van mil gracias refiriendo / y todos más me llagan / y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciend­o».

La doble negación oscurece las cosas. La frase «Yo no dudo de que la gente no confía en la ciencia», por ejemplo, ¿alude a los antivacuna­s y a los comentaris­tas deportivos?

La prosa fluida se lee de corrido, y si nos devolvemos en algún pasaje es para paladear nuevamente una buena frase, no para desentraña­r las oscuridade­s sintáctica­s del autor. Hay que tener presente siempre el feroz epigrama: «Hay autores que parecen oscuros por su profundida­d, y hay otros que quieren parecer profundos a fuerza de oscuridad».

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