Los socavones de la indiferencia
Fernando Soto Aparicio, en “La rebelión de las ratas”, sabe narrar en ascenso cruel el desasosiego. Sentimos hambre, agotamiento y debilidad en la medida en la que avanzamos en la lectura.
Fernando Soto Aparicio, en “La rebelión de las ratas”, sabe narrar en ascenso cruel el desasosiego. Sentimos hambre, agotamiento y debilidad en la medida en la que avanzamos en la lectura. Él sabe que su esfuerzo es prolífico y, entonces, se torna cada vez más vehemente y despiadado. La prosa nos maltrata, pues la intención es que también nos podamos sentir en la podredumbre de la desigualdad y de la calamidad absoluta.
El inicio de la novela de Fernando Soto Aparicio ya está enmarcado en una descripción cargada de lirismo evidente. La rebelión de
las ratas está impregnada de poesía amarga y triste, la de la impotencia exacerbada. El protagonista melancólico de esta debacle se llama Rudecindo Cristancho y también está vestido con esos mismos matices. El autor tiene la capacidad de dibujar la desgracia y la miserableza en los rostros y entornos de sus personajes.
La violencia, la precariedad, el clasismo, el miedo, el dinero, la ambición y el analfabetismo son los grandes males de una geografía como la nuestra, que se vislumbran página tras página en la lectura de una de las novelas más demoledoras de la literatura colombiana, que Panamericana Editorial nos trae en su tercera edición.
Timbalí, el pueblo de esta historia, que surgió del vértigo, del desorden y de la irrupción violenta de la codicia, en esa transición terrible de campo a mina, se yergue como el escenario que sostiene la vigencia de un drama que continúa perpetrándose hoy, a más de cinco décadas de la primera publicación de esta obra literaria, el drama de los desposeídos.
La rebelión de las ratas nos lleva a un autocuestionamiento en la conciencia de un narrador que nos manifiesta frontalmente lo atroz del mundo que nos acoge, en el que, vaya paradoja, los que menos tienen para dar son los que se regocijan haciéndolo. Hay pasajes de reflexión absolutos sobre la vida, el sentido de vivirla o la inutilidad de hacerlo. La prosa es de una dureza incontestable, brutal. En estas páginas el lector solo respira precariedad, con pequeños intervalos de felicidad y esperanza.
El licor, el juego, el erotismo, enemigos del miedo, pulsiones de vida, alcanzan a asomarse para hacer entender a los lectores que también se trata de alegría y de carcajadas este viaje hacia la muerte; no alcanzan, eso sí, a resarcir la rudeza de esa otra verdad que se nos retrata aquí de una manera amarga, real.
Con una guerra partidista como telón de fondo, es una narrativa donde las injusticias de las industrias explotadoras de nuestros
suelos vienen a hacer de las suyas con la clase baja. Las muertes tan terribles en el interior de las oscuridades de la tierra arrugan el corazón. Esta es una novela de violencia por todos los flancos en los que se lea.
El buen trabajo con los diálogos contribuye a un buen desarrollo de la trama. El lector asistirá a una narración prospectiva en varios tramos. Soto Aparicio anticipa lo que sobrevendrá como truco del oficio para sostener la lectura. Existe en la escritura del autor boyacense un recurso evidente frente al uso de distintos registros del lenguaje, que van desde lo poético, pasando por lo visceral y casi naturalista, hasta derivar, incluso, en el aporte de la sociolingüística. La trama desarrolla una absoluta manifestación de la idiosincrasia de nuestros campesinos, desde sus lugares de enunciación. Soto Aparicio sabe volver tinta el clamor de las situaciones penosas de la población que nos dibuja con palabras.
Cierta influencia rulfiana también se infiere, sobre todo en las descripciones de los espacios áridos e infecundos, los colores, las penas que circundan los entornos, las pesadas atmósferas que la historia también maneja, lo que da claridad al brote de rebelión que empieza a crecer con toda razón.
Tomas de posición críticas alrededor de instituciones que defienden siempre al más vil, y que nos hacen nacer desde la médula una desesperanza que se nos arraiga muy hondo y que el tiempo no saca fácil del alma, La rebelión de las ratas es el reflejo de la impotencia, de la rabia, atizando la llama de la venganza, siendo diario de las desgracias. Todos los días el narrador consigna el vejamen y la tristeza de ser inmensamente pobres. La miseria es nefasta, arrasa lo físico, destroza lo psicológico y mata cruelmente la dignidad. Nada hay que rebele tanto como la injusticia total.
Aquí el dedo está siempre en la llaga, haciendo presión inmisericorde. El autor sabe narrar en ascenso cruel el desasosiego. Sentimos hambre, agotamiento y debilidad en la medida en la que avanzamos en la lectura. Él sabe que su esfuerzo es prolífico y, entonces, se torna cada vez más vehemente y despiadado. La prosa nos maltrata, pues la intención es que también nos podamos sentir en la podredumbre de la desigualdad y de la calamidad absoluta, que son el génesis de esta novela, sus malditas musas que la inspiran. En el lugar de esta historia, que no es otro que nuestro propio lugar, estamos enfermos de hambre y de infortunio.
En esta venganza justificada, escribe páginas enteras cargándonos de malestar. Por eso el cierre es más que necesario, aun cuando es inmensamente triste. La novela enciende aún más la llama votiva y el desprecio hacia una clase alta dueña del poder, privilegiando siempre unas élites y unas instituciones que, en lugar de proteger, maltratan y asesinan. En el socavón de nuestras interioridades también hay oscuridad. Rudecindo personifica al explotado llevado a límites extremos. La rebelión de las ratas, de Soto Aparicio, es una molocha dispuesta a ser lanzada para el ataque, es una invitación a la locura por irnos contra un sistema que no nos da amparo ni descanso, que nos cerca y nos elimina. Es brutalmente incendiaria, pero también triste y dura. La termina uno de leer con mucha rabia en el corazón, y eso, en efecto, es lo que la hace inmensamente valiosa.