Mundo artesanal
DESARROLLO A ESCALA HUMANA, dijeron Manfred Max-Neef, Antonio Elizalde y Martín Hopenhayn en 1986, pocos años después del libro emblemático de E. F. Schumacher (1973) donde ensalzaba la economía de lo pequeño como hermoso (“como si la gente importara”, rezaba el subtítulo), y a tono con el inicio de los movimientos slow que buscaban aminorar el frenesí del consumismo y sus efectos patológicos, al menos como nos entendemos en la modernidad de Occidente. Surgieron las reservas de la sociedad civil en La Cocha del Guamuez, el Colegio Verde de Villa de Leyva, el Ecofondo y un movimiento solidario y creativo en el que los “disoñadores de futuro” pensaron en otra Colombia posible, donde la ancestralidad indígena y sus visiones se hicieran híbridas con las del campesinado y la nueva ruralidad. Buena parte de la crítica ambientalista al modelo de desarrollo sustentado en el crecimiento persistente, termodinámicamente imposible, surgió de aquellos momentos.
La perspectiva de lo pequeño, aparte de luchar por un mundo más gentil, obviamente pacífico, dejó sin embargo otras preguntas sin responder, especialmente en lo ateniente a la resignificación de la pobreza y los niveles mínimos de acceso a servicios de educación, salud y participación en una democracia limitada y cada vez más urbana: en 50 años nos convertimos en una sociedad donde el 80 % de sus 50 millones de miembros habitan en ciudades, donde la diversidad de modos de vida propia de los territorios rurales no se transfiere al hábitat construido, pues el contexto ecológico cambia radicalmente y las expectativas de las personas se transforman en la medida que los imperativos y las posibilidades de ser también cambian. Es imposible entender la vida de los pescadores artesanales del Magdalena, o de las campesinas del páramo o de los colonos del Guaviare en un sistema educativo que no provee los mínimos elementos para acceder a sus condiciones de vida y, por tanto, relega el conocimiento a lo que los medios de comunicación y otras partes interesadas nos quieran contar, en sus términos.
Gran parte del conflicto armado colombiano tiene su explicación en la ruptura interpretativa de la noción de desarrollo rural, proveniente de una descolonización muy limitada durante toda la vida republicana. De seguro que una historia de políticas agrarias diferentes hubiese sido la respuesta para tener hoy un país mucho más democrático y equitativo. Pero la apreciación bucólica que a veces se construye desde el privilegio de la comodidad urbana está comenzando a competir con la posibilidad real de una ruralidad diversa, con jóvenes entusiasmados por el campo y reticentes a dejarlo por las promesas de bienestar de los hotspots de tecnología que operan como puerta de acceso a las múltiples globalidades que nos proponen desde territorios con los cuales estamos teniendo más relaciones que con nuestros propios vecinos.
Lo pequeño es hermoso si concita la cooperación y la acción colectivas, no el aislamiento nostálgico en el tiempo y el espacio. La escala humana funciona si somos muchos los que conversamos para hacer emerger belleza de cada territorio, innovamos y promovemos soluciones sostenibles que no usen la palabra artesanal para referirse a lo rústico y al valor estético agregado que la pobreza aporta a las prácticas de la supervivencia. La justicia ambiental no consiste en convencer a los demás de mantener la precariedad de ciertos modos de vida con la excusa de la sostenibilidad.