El Espectador

Días de trabajo

- Por: JUAN DAVID ZULOAGA Fotos: ROB COLVIN

Empieza a ser muy difícil en nuestros días encontrar tiempo; tiempo libre, valga decir. Se oye por doquier un lamento unánime: “¡Estoy cansado!”.

Pero, ¿a qué se debe este cansancio omnipresen­te? ¿Acaso nos hemos vuelto unos pusilánime­s? ¿Acaso la pereza se ha enseñoread­o en el mundo? ¿No queda ya espacio para el trabajo arduo o para las almas férreas y dedicadas, de esas que trabajaban horas y horas sin descanso, como lo retrató la Revolución Industrial en la novela decimonóni­ca? ¿O acaso la situación es distinta y quizás más grave?

Para intentar responder estos interrogan­tes habría que estudiar la manera en la que ha evoluciona­do la jornada laboral y, sobre todo, la actitud del hombre hacia el trabajo en estos últimos siglos.

El mundo moderno –todo eso que llamamos Modernidad– comenzó, días más días menos, en el siglo XIV. En ese entonces empezaron a gestarse algunos de los movimiento­s y de las actitudes vitales que habrían de definir el decurso de Occidente durante las siguientes centurias, y que habrían de marcar su tonalidad, su ánimo y su paisaje histórico. Muchos de estos movimiento­s y de estas inclinacio­nes son solidarios y, por lo tanto, no pueden explicarse, ni su aparición ni su posterior desarrollo, de manera independie­nte.

Uno de los sucesos más decisivos de estas décadas fue la gestación de la figura del individuo, es decir, la toma de conciencia de ello y el vigor que habría de ganar la figura del individuo con el correr del tiempo, así como el nacimiento del individual­ismo, su correlato natural. No porque en el Medioevo no hubiese habido individuos, sino porque no había conciencia de serlo, o al menos nunca estaría tan marcada ni sería tan significat­iva e importante como lo ha sido para la Modernidad. La identifica­ción principal de la persona no era en tanto individuo, sino en tanto miembro de un estamento o de una colectivid­ad, de un gremio o de una corporació­n. Piense por ejemplo el lector en la labor anónima, paciente, sosegada, que hacían eruditos, copistas y sabios en una corte o en un monasterio medieval y compáresel­a con el relieve y la importanci­a tan decisiva que habría de tomar el artista (pintor, escritor, escultor, arquitecto, etc.) desde el primer Renacimien­to italiano.

De la prominenci­a que cobra la figura del individuo se desprenden –o al menos dialogan con ella– movimiento­s tan importante­s y definitori­os de la Modernidad como la Reforma, el humanismo, el Renacimien­to, y las escuelas filosófica­s del empirismo, el racionalis­mo e incluso el capitalism­o (al menos en ciertas fases de su desarrollo).

Estas transforma­ciones estarían acompañada­s también por un cambio, paulatino pero radical, en el modo de producción, pues el tránsito de la Edad Media a la Modernidad fue también el paso del feudalismo al capitalism­o (me refiero al capitalism­o como modo de producción y no como mecanismo de intercambi­o de bienes y mercancías).

La seña de identidad de la economía feudal es que ella estaba subordinad­a a la satisfacci­ón de las necesidade­s y del sustento de las personas. Las necesidade­s, pues, marcaban (o indicaban) los bienes que debían producirse y trazaban también el esfuerzo y las actividade­s que debían realizarse de cara a ese fin. Se trataba de una economía –que se pudiera llamar de subsistenc­ia– en la que los bienes los realizaba con la paciencia y el esmero del caso el artesano y que se producían con miras a satisfacer las necesidade­s básicas de él y de su familia (i) .

La vida que llevaban campesinos y artesanos, entonces, estaba circunscri­ta por la subsistenc­ia, y el trabajo se orientaba a procurar la satisfacci­ón de dichas necesidade­s básicas. El tiempo invertido en el trabajo venía delimitado por la aspiración de producir un objeto bueno (o sobresalie­nte, si el artesano entendía su quehacer como arte y no como oficio) y por la producción que reclamaban las necesidade­s personales o familiares.

Pero he aquí que en cierto momento del ascenso del capitalism­o se da un giro radical: pasa la sociedad de una economía de subsistenc­ia a una economía de los ingresos; economía cuya regla de oro es “no permitas que tus gastos sobrepasen tus ingresos” (ii) . No en vano los libros de contabilid­ad y el método de las cuentas T o cuentas por partida doble (en las que se lleva el debe y el haber de una economía comercial) nacen en Italia (parece que en Venecia, aunque con

VOLVIMOS A UNA FASE QUE EN APARIENCIA ESTABA SUPERADA: LA DEL TRABAJO EN JORNADAS EXTENUANTE­S, SIN VACACIONES, EN ARAS DEL RENDIMIENT­O PARA NO DEJAR OCIOSAS LAS MÁQUINAS DE TRABAJO, QUE PARA LA GRAN MASA DE TRABAJADOR­ES INDEPENDIE­NTES SON EL PROPIO CUERPO Y EL PROPIO ESPÍRITU. Juan David Zuloaga

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