Días de trabajo
Empieza a ser muy difícil en nuestros días encontrar tiempo; tiempo libre, valga decir. Se oye por doquier un lamento unánime: “¡Estoy cansado!”.
Pero, ¿a qué se debe este cansancio omnipresente? ¿Acaso nos hemos vuelto unos pusilánimes? ¿Acaso la pereza se ha enseñoreado en el mundo? ¿No queda ya espacio para el trabajo arduo o para las almas férreas y dedicadas, de esas que trabajaban horas y horas sin descanso, como lo retrató la Revolución Industrial en la novela decimonónica? ¿O acaso la situación es distinta y quizás más grave?
Para intentar responder estos interrogantes habría que estudiar la manera en la que ha evolucionado la jornada laboral y, sobre todo, la actitud del hombre hacia el trabajo en estos últimos siglos.
El mundo moderno –todo eso que llamamos Modernidad– comenzó, días más días menos, en el siglo XIV. En ese entonces empezaron a gestarse algunos de los movimientos y de las actitudes vitales que habrían de definir el decurso de Occidente durante las siguientes centurias, y que habrían de marcar su tonalidad, su ánimo y su paisaje histórico. Muchos de estos movimientos y de estas inclinaciones son solidarios y, por lo tanto, no pueden explicarse, ni su aparición ni su posterior desarrollo, de manera independiente.
Uno de los sucesos más decisivos de estas décadas fue la gestación de la figura del individuo, es decir, la toma de conciencia de ello y el vigor que habría de ganar la figura del individuo con el correr del tiempo, así como el nacimiento del individualismo, su correlato natural. No porque en el Medioevo no hubiese habido individuos, sino porque no había conciencia de serlo, o al menos nunca estaría tan marcada ni sería tan significativa e importante como lo ha sido para la Modernidad. La identificación principal de la persona no era en tanto individuo, sino en tanto miembro de un estamento o de una colectividad, de un gremio o de una corporación. Piense por ejemplo el lector en la labor anónima, paciente, sosegada, que hacían eruditos, copistas y sabios en una corte o en un monasterio medieval y compáresela con el relieve y la importancia tan decisiva que habría de tomar el artista (pintor, escritor, escultor, arquitecto, etc.) desde el primer Renacimiento italiano.
De la prominencia que cobra la figura del individuo se desprenden –o al menos dialogan con ella– movimientos tan importantes y definitorios de la Modernidad como la Reforma, el humanismo, el Renacimiento, y las escuelas filosóficas del empirismo, el racionalismo e incluso el capitalismo (al menos en ciertas fases de su desarrollo).
Estas transformaciones estarían acompañadas también por un cambio, paulatino pero radical, en el modo de producción, pues el tránsito de la Edad Media a la Modernidad fue también el paso del feudalismo al capitalismo (me refiero al capitalismo como modo de producción y no como mecanismo de intercambio de bienes y mercancías).
La seña de identidad de la economía feudal es que ella estaba subordinada a la satisfacción de las necesidades y del sustento de las personas. Las necesidades, pues, marcaban (o indicaban) los bienes que debían producirse y trazaban también el esfuerzo y las actividades que debían realizarse de cara a ese fin. Se trataba de una economía –que se pudiera llamar de subsistencia– en la que los bienes los realizaba con la paciencia y el esmero del caso el artesano y que se producían con miras a satisfacer las necesidades básicas de él y de su familia (i) .
La vida que llevaban campesinos y artesanos, entonces, estaba circunscrita por la subsistencia, y el trabajo se orientaba a procurar la satisfacción de dichas necesidades básicas. El tiempo invertido en el trabajo venía delimitado por la aspiración de producir un objeto bueno (o sobresaliente, si el artesano entendía su quehacer como arte y no como oficio) y por la producción que reclamaban las necesidades personales o familiares.
Pero he aquí que en cierto momento del ascenso del capitalismo se da un giro radical: pasa la sociedad de una economía de subsistencia a una economía de los ingresos; economía cuya regla de oro es “no permitas que tus gastos sobrepasen tus ingresos” (ii) . No en vano los libros de contabilidad y el método de las cuentas T o cuentas por partida doble (en las que se lleva el debe y el haber de una economía comercial) nacen en Italia (parece que en Venecia, aunque con
VOLVIMOS A UNA FASE QUE EN APARIENCIA ESTABA SUPERADA: LA DEL TRABAJO EN JORNADAS EXTENUANTES, SIN VACACIONES, EN ARAS DEL RENDIMIENTO PARA NO DEJAR OCIOSAS LAS MÁQUINAS DE TRABAJO, QUE PARA LA GRAN MASA DE TRABAJADORES INDEPENDIENTES SON EL PROPIO CUERPO Y EL PROPIO ESPÍRITU. Juan David Zuloaga