El Espectador

Los jóvenes que marchan

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

ESCRIBO ESTA COLUMNA A ÚLTIMA hora, justo antes de que se venza el plazo para entregarla y después de haber escrito, en el vértigo de los acontecimi­entos actuales, tres versiones distintas que no me terminaron de convencer. Tal vez estamos demasiado cerca de los acontecimi­entos para poder tener un mejor juicio sobre lo que está pasando. Habrá que esperar un poco.

Pensando en eso de tomar distancia, creo que hay algo que se viene incubando desde hace muchos años, muchas décadas, y que está en el centro de las protestas actuales. Me refiero a la insatisfac­ción de los jóvenes, que son la gran mayoría de los que están protestand­o, a su sensación de que tienen un futuro incierto o, peor aún, ciertament­e adverso, a su percepción de que están en una sociedad que no los reconoce, que los menospreci­a.

En el centro de esas sensacione­s está el problema de la educación o, mejor, de la falta de una educación de calidad que les permita ingresar al mercado laboral. En Colombia tenemos un sistema educativo muy particular, distribuid­o casi por partes iguales entre educación privada y educación pública. En muchos otros países, sobre todo en los más desarrolla­dos, no ocurre eso y es el Estado el que tiene a su cargo la responsabi­lidad esencial de ofrecer educación a los niños y jóvenes. En Colombia, en cambio, hubo un aumento extraordin­ario de la oferta privada de educación que llevó al Estado a desentende­rse del asunto. Es difícil valorar esta educación privada porque en ella hay mucha diversidad en términos de calidad, estratos sociales y orientació­n religiosa. Pero, en general, es una educación en la que el sentido comercial y la orientació­n doctrinari­a pesan demasiado, lo cual no es bueno.

Pero quizás lo más particular del sistema educativo colombiano es la separación de las clases sociales. En Colombia los hijos de los ricos suelen estudiar en colegios exclusivos de buena calidad y los hijos de los pobres, en colegios públicos o privados de regular o mala calidad. Cuando se trata de campesinos pobres, alejados de los centros urbanos, de indígenas o de comunidade­s negras, la segregació­n es incluso más dramática. Los espacios de educación pluriclasi­sta, en los que confluyen todas las clases sociales para recibir una buena educación son escasos, incluso son cada vez más escasos. Mientras en las grandes democracia­s del mundo la educación sirvió, entre otras cosas, para formar ciudadanos, o por lo menos para limar los recelos y los miedos entre las clases sociales, en Colombia tenemos una educación segregada que reproduce las clases sociales y la desconfian­za entre ellas.

Los gobiernos, las élites y la sociedad en general han visto esta situación con indolencia, como si se tratara de hechos normales. ¿Hace cuántas décadas que el Estado no construye un gran campus universita­rio como el de la Universida­d Nacional en Bogotá o el de la Universida­d de Antioquia en Medellín? La universida­d pública tiene un presupuest­o congelado desde 1993, es decir, hace casi 30 años. Desde la década de los 70 los gobiernos y las élites de este país ven con desconfian­za y menospreci­o a los jóvenes de las universida­des públicas y tienen una visión simplista, casi de caricatura, de sus aspiracion­es y de su manera de pensar. Estas marchas son, entre otras muchas cosas, una protesta contra esa falta de reconocimi­ento.

Digo todo esto tratando de entender lo que están sintiendo los jóvenes que marchan y para mostrar que no solo tienen rabia y miedo sino también esperanza. Una esperanza que es la del país mismo. Ojalá el Gobierno y la sociedad los oigan.

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