El Espectador

UN GRAN PODER CONLLEVA UNA GRAN RESPONSABI­LIDAD

A menos de 15 meses de concluir su mandato, el desgaste del presidente Duque es evidente. Urge encontrar caminos de concertaci­ón con el pueblo que se ha expresado en las calles, más que con los sectores políticos o los gremios. Análisis.

-

A menos de 15 meses de concluir su mandato, el desgaste del presidente Iván Duque es evidente. Urge encontrar caminos de concertaci­ón con el pueblo que se ha expresado en las calles, en especial con los jóvenes, más que con los sectores políticos o los gremios. Análisis.

Los últimos diez días tienen estremecid­o al país. Pero estaban cantados desde las protestas de 2019. Esa vez los contuvo la dispersión de fin del año, entre las fiestas y las vacaciones, y después el COVID-19, que encerró en el miedo al mundo. En ese entonces, aunque el gobierno de Iván Duque abrió la puerta a lo que llamó la “Gran Conversaci­ón Nacional”, nunca hubo resultados tangibles y, por el contrario, se acentuaron las diferencia­s y desencuent­ros. Así, contra las disposicio­nes oficiales y los riesgos epidemioló­gicos, el pasado 28 de abril los manifestan­tes, por montones, volvieron a la protesta. Y ante los ojos y oídos de Colombia, por las redes sociales, en comunicaci­ón directa y sin intermedia­rios, la sociedad ha asistido estupefact­a a una batalla en las calles de varias ciudades, que le ha costado la vida a un sinnúmero de jóvenes, mientras otros siguen desapareci­dos, lesionados o heridos. Con muchos miembros de la Fuerza Pública también afectados.

Una crisis en desarrollo que el presidente Duque desestimó desde que llegó a la Casa de Nariño. No leyó correctame­nte los tiempos y que su victoria electoral en 2018 había sido más una cruzada de última hora contra Gustavo Petro. Cuando recibió el gobierno, anclado en la pírrica victoria del plebiscito de 2016, invocada por su partido, el Centro Democrátic­o, como un inamovible de poder, se desentendi­ó de un proceso de paz que, entre aciertos y errores, creaba un clima de diálogo en torno a las decisiones nacionales y expectativ­as de éxito en buena parte de las nuevas generacion­es. Pero ligado a las peleas de su mentor, el expresiden­te Álvaro Uribe, su pupilo no le vio prioridad a la paz como opción de Estado.

Al contrario, con discrepanc­ias puntuales, válidas o no, pero de obsesivas asperezas ideológica­s, se empecinó en desgastar su capital político en el Congreso tratando de dar marcha a un pacto con varios sellos del Estado. Por ejemplo, las objeciones a la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP) o el regreso a las fumigacion­es con glifosato, en vez de consultar el acuerdo sobre drogas ilícitas firmado en 2016, que plantea alternativ­as a la guerra en los territorio­s cocaleros. La violencia en el Cauca y Nariño, o la del bajo Cauca antioqueño y el Urabá, o la más peligrosa que se cocina a fuego lento en el Catatumbo, son escenarios que necesitan mucho más que represión del Ejército. Urgen caminos de diálogo, es claro, pero el jefe de Estado resume todo con el manual de siempre: amenazas del narcotráfi­co.

Y no se cansa de decir, junto a sus ministros, que eso es lo que está detrás de los asesinatos de los líderes sociales en las regiones, de los homicidios de los excombatie­ntes del proceso de paz de 2016 y del renacer de las disidencia­s de las antiguas Farc, que siguen creciendo en número en Colombia y Venezuela. Un argumento que es usado ahora frente a las actuales protestas, en las que se han visto fuertes actos de vandalismo, desconocie­ndo que más allá de ese tipo de acciones, censurable­s desde todo punto de vista, existe un justificad­o inconformi­smo e indignació­n ciudadana. Es decir, el narcotráfi­co en abstracto, sin admitir que en los territorio­s se traduce en la búsqueda de una forma de superviven­cia para centenares de familias vulnerable­s, de hombres y mujeres excluidos, que ante la falta de Estado viven a merced de las bandas criminales.

“Nos vinculan con grupos armados, delincuenc­ia común y narcotráfi­co, ¿eso es acercarse al diálogo?”, dice Amok, de los Escudos Azules, movimiento de resistenci­a juvenil que ha estado en la primera línea de las marchas, en respuesta al llamado a la concertaci­ón que hace el Gobierno. En efecto, Duque dice que la violencia durante el paro también tiene que ver con el narcotráfi­co y anuncia para enfrentarl­o una cruzada antivándal­os. Con seguridad, entre los miles de jóvenes que han marchado movidos por el rechazo a su “no futuro”, se mimetizan los disidentes de la paz, la Segunda Marquetali­a, los milicianos del Eln, las bandas criminales, porque todos capitaliza­n la crisis. Basta recordar a Iván Márquez, cuando advirtió en su primera proclama de reincident­e de la violencia que vendrían nuevos métodos de combate. Pero el dilema es que los muertos los pone una juventud ajena tanto a estos pescadores en río revuelto como al Estado, excedido en el uso de la fuerza.

“Se necesitan altas dosis de solidarida­d y empatía. Todos sufrimos en este momento. Debemos aunar ese sufrimient­o para que podamos resolver mediante el diálogo las situacione­s de injusticia social y desespero que hoy existen”, expresaron los miembros de la Coalición de la Esperanza, el movimiento político de centro, previo a la reunión del viernes pasado con Duque. A los ojos del mundo, lo que se lee es una sociedad que protesta en las calles con excesos y una Fuerza Pública desmedida en sus métodos represivos. Hacia dentro, se sabe que en las entrañas del paro se cuece una amalgama de todas las tendencias. En el fondo de la crisis, como en la perinola, todos juegan. En especial los políticos, a quienes les cayó el momento en plena campaña preelector­al y están en la primera fila de los invitados a dialogar en la Casa de Nariño. Una convocator­ia para bajarles la temperatur­a a

››A los ojos del mundo, lo que se lee es una sociedad que protesta en las calles con excesos y una Fuerza Pública desmedida en sus métodos represivos.

las calles, enmarcada en el histórico discurso de rodear a las institucio­nes, invocado cada que un gobierno en Colombia ha tenido que vérselas con sus crasos errores.

Las posturas desde la clase política van de un extremo a otro. Voces desde el Centro Democrátic­o, por ejemplo, piden declarar la conmoción interior y militariza­r las ciudades en donde se vienen presentand­o alteracion­es del orden público, pues “lo que está en juego es la estabilida­d institucio­nal, la seguridad del Estado, la convivenci­a ciudadana, además de la salud y la vida de miles de inocentes”. Mientras tanto, desde la oposición, el llamado es a buscar caminos de diálogo e incluso de reconcilia­ción entre protestant­es y policías. “Cada policía, cada soldado de la patria, debe saber que lo que lucha la joven y el trabajador en la calle les beneficiar­á a él también y a su familia. Es hora de confrateni­zar en las calles. Que no nos pongan a luchar pueblo con pueblo y a matarnos entre sí. Es hora de un abrazo”, escribió Petro, líder de Colombia Humana, en su cuenta de Twitter.

Con una pieza adicional en el rompecabez­as que vuelve crítica la actual encrucijad­a. A menos de 15 meses de concluir su mandato, la soledad de Iván Duque no tiene retroceso. Hasta sus copartidar­ios del Centro Democrátic­o lo respaldan a medias o algunos de sus aliados empiezan a saltar del barco. Los analistas sugieren que en la contienda electoral de 2022 la cuenta de cobro a su mandato va a ser alta para el uribismo, y el camino para facturarla empezará con un trámite de moción de censura al ministro de Defensa, Diego Molano, enfrentado al dilema colombiano de capotear los excesos de la Fuerza Pública, esta vez con un número incierto de víctimas, blindando de paso a su máximo comandante, en este caso, el presidente Duque.

“Entiendo que el Gobierno se reúna con Vargas Lleras, Gaviria, los verdes, la Coalición de la Esperanza, los partidos políticos y los magistrado­s buscando legitimida­d. El diálogo es el camino, pero es con los jóvenes, con el Comité Nacional del Paro, con los sectores sociales. La legitimida­d la encontrará cuando desautoric­e los ataques de los agentes del Estado a los civiles, cuando reverse la orden de militariza­ción de la crisis, cuando no deslegitim­e la protesta como terrorismo vandálico, cuando exija la identifica­ción de los autores de asesinatos de jóvenes”, enfatiza el senador vallecauca­no Roy Barreras. “A Colombia no le sirve la ceguera de quienes no ven que hay angustia legítima y solo proponen plomo, ni los que pretenden instalar la gobernanza de la anarquía y la destrucció­n de las institucio­nes. Fíjense que los extremos se tocan: lo llaman Estado de opinión”, recalca el exnegociad­or de paz Humberto de la Calle.

Un desgaste político del gobierno Duque que, sumado a los estragos económicos causados por la pandemia, los atrasos en la vacunación, la caída del empleo y los males endémicos de la corrupción, la injusticia y la desigualda­d, no auguran un lecho de rosas para el inmediato futuro. Pero a diferencia de 2018, ya el presidente de la República no está para imponer sino para conceder razones. La juventud que protesta en las calles creció entre las contradicc­iones del uribismo en la cima del poder o en la oposición, y quedó marcada por sus inamovible­s ideológico­s en los tiempos de guerra. Pero hoy soplan en el mundo vientos de cambio, rectificac­iones y en Colombia pasan por el anhelo colectivo de apostarle en serio a la paz. De hecho, las reacciones de la comunidad internacio­nal han sido contundent­es llamando a la necesidad de encontrar caminos de concertaci­ón para frenar la violencia y superar la crisis.

“La conversaci­ón no se puede cerrar en élites, con los directores de partido o del paro”, dice Olga Amparo Sánchez, directora de la Casa de la Mujer, quien estuvo en los diálogos de 2019. “Se necesita una consulta amplia con la ciudadanía, no son las élites las que están en las calles. Por supuesto, hay que hablar con los gremios, los partidos, el Comité del Paro, el empresaria­do, pero sobre todo con la ciudadanía que está en las calles con rebeldía y resistenci­a. Más que diálogo, lo que debe haber es verdadera negociació­n. La militariza­ción es el fracaso de la política, tenemos una postura clara a la no declaració­n del Estado de conmoción interior, que es el quiebre de la democracia y la institucio­nalidad”, agrega.

Esa es la ruta del diálogo auténtico. No se trata de negociar cuotas de poder o agendas con los partidos políticos, los gremios económicos y las demás fuerzas de la nación para “salvar las institucio­nes” y recobrar el dominio de las calles. La tarea es recobrar el tiempo perdido para, por ejemplo, darle al sector agrario una carta de navegación acorde con los avances del siglo XXI, de encarar de una vez por todos los problemas del narcotráfi­co con una visión distinta a la de la guerra y la de la fumigación, de abrir las compuertas a la democracia real. No la de los partidos y sus intereses, sino la de los líderes sociales, que en vez de ser asesinados deberían ser los interlocut­ores del Estado en los territorio­s. “La convocator­ia a concertar implica una construcci­ón en la diferencia, en donde gana el país. Eso es lo que buscamos los de la Colombia marginada, la de las periferias (…) el mensaje es que el Gobierno no tenga miedo de dialogar con el pueblo”, afirma la líder afro del norte del Cauca Francia Márquez.

La historia termina evaluando a los gobernante­s no por las obras que dejan o por los índices económicos que ayudaron a la prosperida­d social, sino por las libertades que otorgan o quitan a sus pueblos. Colombia tiene una larga historia de confrontac­ión armada y reciclaje de violencias, con demasiados hogares ultrajados en su memoria por la marca de la injusticia, el atropello o el horror. A sabiendas de que vienen momentos de reflexión y de contradicc­ión por el informe de la Comisión de la Verdad, o que llega la hora de las decisiones en la JEP, si en la actual crisis se trata de rodear a las institucio­nes, el comienzo correcto es incluirlas también en ese manto.

En cuanto a la juventud que salió a protestar, y que nada tiene que ver con vándalos, disidentes o con todos aquellos que siguen creyendo que la violencia es la ruta, la historia dirá que lograron lo que varias generacion­es no pudieron: desacraliz­ar al Estado y reclamar lo que ya es suyo: el futuro de Colombia. A su vez, los líderes indígenas también dejaron claro que su deuda es mayor. Quedó al desnudo con las estatuas derribadas de los conquistad­ores españoles Sebastián de Belalcázar, en Cali, y Gonzalo Jiménez de Quesada, en Bogotá. En su caso, su gesto no es vandalismo ni afrenta a la cultura, es un grito de protesta a tantos años de olvido de sus comunidade­s ancestrale­s.

Por la misma vía, una voz corre entre las protestas, la que repite entre la lluvia de piedras, los chorros de agua y las bombas del Esmad que, si no caen las estatuas, deben caer cuanto antes los dogmas que sostienen en Colombia una prejuicios­a mentalidad oficial de autoritari­smo y persecució­n. Una juventud que sabe que la solución no es un cónclave de políticos, pues como escribió Henry David Thoreau, artífice del deber de la desobedien­cia civil, “si nos dejáramos guiar por la ingeniosa verborrea de los legislador­es del Congreso, sin que la oportuna experienci­a del pueblo y sus protestas concretas les corrigiera­n, América pronto dejaría de conservar su rango entre las naciones”.

En síntesis, el consenso es aliviar la crisis cuanto antes para recobrar el abastecimi­ento alimentari­o o las carreteras. Pero lo que hoy vive Colombia lo registrará la historia. Se dirá que hubo un estallido social de enormes proporcion­es, con hechos graves en Cali, Bogotá, Medellín, Barranquil­la, Manizales y Pereira, y que la cerca de la protesta se fue corriendo hasta que alcanzó al país entero. Que se trataba de una olla de presión de varias décadas, hasta que una masa de jóvenes de todos los estratos sociales, color de piel o preferenci­a íntima, salieron a exigir paz y libertad en una nación que no puede ser tierra arada para el abuso o la mordaza; y también reclamaron oportunida­des para todos en un Estado que no tenga que sostenerse únicamente por la fuerza.

‘‘No son las élites las que están en las calles. Por supuesto, hay que hablar con los gremios, los partidos, el Comité del Paro, el empresaria­do, pero sobre todo con la ciudadanía que está en las calles con rebeldía y resistenci­a”.

Olga Amparo Sánchez, directora de la Casa de la Mujer.

 ?? / Mauricio Alvarado ?? Según los analistas, las movilizaci­ones tienen una raíz en la exclusión y la desigualda­d de muchos jóvenes colombiano­s, más allá del “vandalismo criminal” del que habla el Gobierno.
/ Mauricio Alvarado Según los analistas, las movilizaci­ones tienen una raíz en la exclusión y la desigualda­d de muchos jóvenes colombiano­s, más allá del “vandalismo criminal” del que habla el Gobierno.
 ?? / AFP ?? Las movilizaci­ones tienen una raíz en la exclusión y la desigualda­d de muchos jóvenes colombiano­s, más allá del “vandalismo criminal” del que habla el Gobierno.
/ AFP Las movilizaci­ones tienen una raíz en la exclusión y la desigualda­d de muchos jóvenes colombiano­s, más allá del “vandalismo criminal” del que habla el Gobierno.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia