El Espectador

Las raíces de la ira social

El sociólogo francés Michel Maffesoli, profesor emérito de la Sorbona, estudioso de las movilizaci­ones sociales en el mundo, habla sobre el movimiento social colombiano.

- Traducción: Pablo Cuartas. Coordinado­r del programa de ciencia política, gobierno y relaciones internacio­nales de la Universida­d Autónoma de Manizales.

En entrevista con este diario, Michel Maffesoli, profesor emérito de La Sorbona en París, experto en movilizaci­ones sociales, explica que estamos viviendo un cambio de época, enmarcado en las crisis económica y sanitaria provocadas por la pandemia. “La necesidad de reunirse está más viva que nunca. Es como una olla de presión que estalla y produce manifestac­iones violentas”.

Hay preocupaci­ón en el mundo por lo que pasa en Colombia. Analistas, gobiernos, ONG y medios de comunicaci­ón en varios países expresaron su intranquil­idad por el exceso de violencia policial y los desmanes vandálicos durante las marchas de la semana pasada. El profesor emérito de la Sorbona y coautor del libro El fracaso de las élites, analiza la efervescen­cia social colombiana en el marco de la pandemia.

Desde al menos dos años constatamo­s una oleada de protestas en varios países. ¿Piensa que la pandemia ha aumentado el descontent­o?

La crisis económica, así como la crisis sanitaria, provienen de una crisis más profunda, la de la civilizaci­ón. Estamos viviendo un cambio de época, el paso de una sociedad estatista, centraliza­da, burocrátic­a, a una sociedad más lábil en la que las solidarida­des se expresan a nivel local y las relaciones con el otro se vuelven primordial­es. Frente a esos cambios, el poder central se crispa y trata de conservar sus privilegio­s, lo que explica los niveles crecientes de violencia en la protesta, pero mucho más en la represión.

En plena pandemia hemos visto manifestac­iones en Hong Kong, Estados Unidos, Chile y ahora Colombia, ¿cómo entender esta efervescen­cia social?

El hombre es un ser social que no puede vivir aislado, sin ayuda mutua y sin contradicc­ión con sus semejantes. La pandemia, o mejor la utilizació­n de la pandemia, ha hecho que varios países hayan buscado encerrar a la gente y aniquilar todo connato de reunión, sea de protesta o no. Países autoritari­os, de los que China es el parangón, han llevado a cabo la lucha contra la pandemia reforzando e incluso exhibiendo este encierro. Otros países menos autoritari­os han intentado hacer lo mismo, abusando del miedo para imponer el confinamie­nto. La necesidad de reunirse, de enfrentar la finitud y la muerte, de estar juntos y retomar los lazos de proximidad, está más viva que nunca. Es como una olla de presión que estalla y produce manifestac­iones violentas, más aún cuando son prohibidas.

La explosión social en Colombia se produjo por un proyecto de reforma tributaria presentado en el tercer pico de contagios y en plena crisis económica y social. ¿Esta es la desconexió­n entre las élites y el pueblo que usted plantea?

Sí, exactament­e. Cada sociedad, cada época, usa distintas palabras para nombrarse, para contar una historia común. Considero que el pueblo, en cambio, está motivado por una búsqueda de sentido, una nostalgia de lo sagrado, la necesidad de contar un mito común. Pero las élites que detentan el poder, aquellas que tienen el derecho de decir y de hacer, no saben responder a esas necesidade­s. Por eso utilizan palabras que ya no dan sentido, que son simple hechizo: democracia, partido, reforma, etc. Las raíces de estas manifestac­iones, de esta ira popular, son mucho más profundas. Ya no hay adecuación entre el poder político, económico, los políticos de profesión, los grandes empresario­s y la potencia popular.

La comunidad internacio­nal rechaza los excesos de la Policía

durante las manifestac­iones que se han presentado recienteme­nte en Colombia. ¿Por qué seguimos viendo estos excesos?

Advirtiend­o que la violencia policial no alcanzan los mismos grados en Francia y Colombia, creo que de todas maneras se puede hacer un análisis común. La Policía está compuesta por personas cuyo sentido del trabajo consiste, ante todo, en hacer respetar la ley. Los movimiento­s de protesta como el de Colombia, o de Francia, con los chalecos amarillos, están compuestos por personas que se parecen mucho a los policías: comparten las mismas necesidade­s económicas, están en la misma situación social. En ese contexto, los policías rasos se ven “forzados” a intervenir y, por supuesto, a exacerbar la violencia. La orden es no tratar a los manifestan­tes con respeto o como semejantes, pues se abriría la posibilida­d de pactar con ellos.

¿Qué mueve hoy a los manifestan­tes?

Desde hace varias décadas la forma política de la democracia representa­tiva, con sus partidos, sus líderes, etc., está saturada. Entonces el pueblo se encuentra y se cohesiona de otro modo en este combate político. El poder vertical es sustituido por otra forma de autoridad horizontal. Lo que caracteriz­a a la sociedad posmoderna en su relación con el tiempo, ya no es la proyección en el futuro, sino el presentism­o, la atención en el aquí y el ahora.Se entiende que un año de confinamie­nto impuesto, o recomendad­o apelando al miedo, provoque un deseo irreprimib­le de reencontra­rse ¡cueste lo que cueste!

¿Cómo puede un gobierno abordar este movimiento social o bajar el nivel de violencia como el que se ha visto en Colombia?

Sin ser experto en mantenimie­nto del orden, creo que querer mantener a cualquier precio un orden social, que ya no está arraigado en el consenso popular y está vacío de sentido, solo puede conducir a una escalada de violencia. Además, querer erradicar la violencia, y en particular la violencia colectiva de las multitudes o de pequeños grupos delirantes, es totalmente ilusorio. El confinamie­nto y la represión solo exacerban la violencia que se incuba en todo un grupo.

››El sociólogo cree que la necesidad de reunirse está más viva que nunca, “es como una olla de presión que estalla y produce manifestac­iones violentas”.

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/ Archivo Particular El sociólogo francés Michel Maffesoli cree que el confinamie­nto exacerba la violencia.

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