El Espectador

Los hilos de la historia

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

EL NOVELISTA ABEL HERMANT DEcía esto: “El amor y el odio son suficiente­s para explicar todos los acontecimi­entos de la historia”. Parecía un disparate cuando lo dijo, hace un siglo, pero hoy sabemos que, con algo de exageració­n, señala un hecho cierto. Claro, los sentimient­os no explican todo, pero sin ellos no se entiende nada, o casi nada.

¿Qué emociones hay detrás de lo que está pasando hoy en Colombia? Una desconfian­za profunda entre individuos e institucio­nes y, detrás de eso, la rabia de mucha gente que no se siente reconocida y el miedo frente a un futuro que pinta mal.

El malestar viene, sobre todo, de la falta de oportunida­des y tal cosa está asociada con la ausencia de un sistema de educación pública universal. En Colombia la educación no atenúa la llamada “tiranía de la cuna”. Tenemos 11 millones de jóvenes entre 14 y 26 años que demandan educación media y superior y que, vistos en términos de oportunida­des, están divididos en cuatro grupos: 1) los privilegia­dos que pueden pagar una educación privada de alta calidad o que logran ingresar a una buena universida­d pública (cerca del 10 % de los aspirantes); 2) los pobres que acceden a una educación media pública de baja calidad, con lo cual no pueden avanzar hacia la educación superior; 3) las clases media y media baja que, haciendo un gran esfuerzo, ingresan a una educación media y superior privadas y de baja calidad que no les permiten obtener un buen trabajo, y 4) los excluidos, bien sea porque nunca ingresaron o porque tuvieron que desertar para dedicarse a trabajar.

Vivimos en una democracia, pero la separación entre el primero y los otros tres grupos es tal que más bien parece una aristocrac­ia. No es extraño entonces que semejante estratific­ación genere indignació­n, desconfian­za y miedo.

El presidente Duque, presionado por las marchas, parece haberse percatado de esta situación y por eso tomó la decisión de eliminar la matrícula para los estratos bajos en la educación superior pública. Enhorabuen­a. Eso hace parte de las medidas puntuales que hay que tomar para salir de las crisis acumuladas que hoy tenemos. Pero las élites de este país deberían saber que el malestar no termina en esta coyuntura y que se requiere de medidas de largo plazo que reduzcan radicalmen­te la brecha entre los privilegia­dos y los excluidos. He dicho varias veces aquí que ya es hora de que el Estado vuelva a construir nuevos campus universita­rios.

No sobra decirles a los que están pensando en ser presidente­s de Colombia que para lograr desarrollo la educación sirve tanto o más que la industria o las autopistas. No solo sirve para eso, también para incluir a los que no tienen oportunida­des y, por esa vía, para calmar sus miedos y sus rabias. La malquerenc­ia de las élites de este país con la universida­d pública y sus estudiante­s, originada en los inútiles, incluso contraprod­ucentes, paros de la década del 70, debe darse por terminada.

El paro también debe terminar pronto. Las protestas, en las cuales los jóvenes han tenido una participac­ión determinan­te, ya han conseguido una victoria política muy importante que puede ser esencial para el futuro del país. Pero esa victoria se puede dilapidar si se mantiene un paro indefinido que lleve a que las rabias simétricas de la población afectada por los bloqueos y el vandalismo se acreciente­n hasta el punto de invocar los demonios de una solución autoritari­a. Como diría Hermant, en las manos de los convocante­s a las protestas está (bueno, no solo en las de ellos) que las furias de siempre no sigan moviendo los hilos de nuestra historia.

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