El Espectador

Estrellas en la mugre

- SORAYDA PEGUERO ISAAC sorayda.peguero@gmail.com

PETR GINZ HIZO UN DIARIO CON EL papel que su hermana Eva le regaló por su cumpleaños. En las primeras páginas, Petr describía el clima: “Lunes, 22 de septiembre de 1941. Por la mañana una niebla espantosa, por la tarde bueno”. Después escribía lo que había hecho a lo largo del día, cosas de muchachos: las tareas del colegio, jugar a las carreras de barcos, sacar un libro de la biblioteca o visitar a su abuela. Petr vivía en Praga. Era delgado, tenía los ojos muy azules y un mechón de pelo que le caía con gracia sobre la frente. De pronto, sin que mediara un ápice de sentido común, tenía prohibido comprar fruta, viajar en el vagón delantero de los tranvías y pasear por la ribera del río Moldava.

Una mañana de 1942, Petr se dirigió al taller en el que trabajaba limpiando máquinas de escribir. “No crean que limpiar una máquina es cosa fácil. No es lo mismo limpiar que «limpiar». Para que una máquina reluzca por fuera y por dentro hay que quitarle el carro y hurgar con el pincel hasta en los rincones más ocultos. Después hay que repasarla con el compresor de aire. Lo más complicado es el espacio que está debajo de las palancas. Y eso varía en cada tipo de máquina”. Petr acababa de limpiar dos máquinas cuando le dijeron que fuera al número 21 de la calle Norimbersk­a, al Departamen­to Jurídico: “Cada dos semanas íbamos a revisar máquinas a todos los distritos de la ciudad, a ver si necesitaba­n una limpieza”. Una vez en el Departamen­to, alguien llamó desde el taller para avisar que debía volver a su casa cuanto antes. Su nombre estaba en la lista de personas que abordarían el próximo “transporte”.

A la señora Ginz le bastó con escuchar la palabra “transporte” para ahogarse en un llanto desesperad­o. Con apenas 14 años, Petr fue destinado al gueto de Terezín, una ciudad fortificad­a a 65 kilómetros de Praga. Los nazis lidiaban con una escasez de cámaras de gas que entorpecía eso que llamaban “la solución final de la cuestión judía”. Mientras ampliaban la capacidad de su sistema de exterminio, enviaron a algunos judíos a guetos provisiona­les que funcionaba­n como lugares de paso: antesalas de la muerte.

A Petr le dijeron que escogiera los juguetes que quería llevar en su equipaje. Eligió su diario y folios de papel, linóleo y cuchillas, cuero para encuaderna­r, un par de acuarelas y la novela en la que estaba trabajando: El sabio de Altai. “Añadí amorosamen­te aquellas cosas al equipaje y espero que no se me eche en cara que temiera por ellas más que por el resto”. Desde los ocho años y hasta los 14, el joven Petr escribió cinco novelas.

Petr y otros internos de Terezín consiguier­on burlar la vigilancia de los nazis y organizaro­n una biblioteca secreta. Nuestro vivaracho escritor devoraba las obras de Oscar Wilde, Honoré de Balzac, Charles Dickens, Jack London y Thomas Mann. Su entusiasmo por la literatura no se doblegaba ante la crueldad. Además, fue fundador, director y colaborado­r del semanario Vedem, una revista que editaba con sus colegas y que circulaba de forma clandestin­a en Terezín. En este tramo de la historia me atrevo a adivinar lo que ustedes están pensando. El mismo Petr se lo preguntaba: “¿Acaso puede existir en semejantes madriguera­s subterráne­as algo más que el simple instinto animal de satisfacer las necesidade­s corporales?”. Antes de morir ahogado por el gas de Auschwitz, el mismo Petr respondió: “¡Y sin embargo es posible! La simiente de una idea creativa no perece entre el barro y la mugre. Brota incluso allí y florece como una estrella refulgente en medio de la más profunda oscuridad”.

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