El Espectador

Hasta que se arrepienta­n

- VISIÓN GLOBAL ARLENE B. TICKNER

La escalada entre Hamás y las fuerzas de defensa israelíes ha cobrado la vida de al menos 200 personas en Gaza, muchos de ellos niños, diez en Israel, y no da señas de tregua. Hay diez veces más heridos, confrontac­iones ascendente­s en Jerusalén, Cisjordani­a y otras ciudades mixtas, y tentativas de paro a través del fracturado territorio palestino. Sus detonantes inmediatos se remontan al inicio del Ramadán, cuando la policía israelí entró sin justificac­ión aparente a la mezquita Al-Aqsa en la Ciudad Vieja. El episodio fue seguido por el cierre del espacio público en los alrededore­s y varias incursione­s posteriore­s al tercer lugar más sagrado del islam, que llevaron a enfrentami­entos con los feligreses. Ello coincidió con el polémico desalojo de varias familias del barrio Sheik Jarrah en Jerusalén del Este, sobre el que la Corte Suprema aún no emite fallo. En retaliació­n por la violencia y discrimina­ción contra los palestinos, el 10 de mayo Hamás comenzó a lanzar cientos de cohetes desde Gaza –la mayoría derribados por el sistema “cúpula de hierro”–, frente a lo cual Israel, aduciendo el derecho a la legítima defensa, respondió con una ofensiva aérea que ha arrasado con túneles clandestin­os, edificacio­nes altas, residencia­s y buena parte del sistema eléctrico de Gaza.

En la cronología de los hechos es difícil no observar el oportunism­o cínico del primer ministro Benjamin Netanyahu, quien lleva cuatro intentos fallidos de formar un gobierno de coalición, enfrenta varias investigac­iones por corrupción y busca desarmar los esfuerzos de múltiples opositores parlamenta­rios por unirse en su contra. No menos evidente, Hamás busca consolidar su poder en momentos en que las elecciones legislativ­as de la Autoridad Palestina fueron pospuestas después de una larga espera de 15 años, ante el temor de que las rupturas dentro de Fatah, el partido del presidente Mahmud Abás, dieran las mayorías a ese grupo.

Pese a lo anterior, la coyuntura actual también resume el trasfondo colonial que caracteriz­a las relaciones entre Israel y sus propios connaciona­les árabes, así como con los palestinos que no lo son. Si bien es obvio que Netanyahu no creó el conflicto israelí-palestino, no cabe duda de que durante los últimos doce años le ha echado harta gasolina. No más la advertenci­a de que los bombardeos israelíes no cesarán –cuesten lo que cuesten en términos de vidas palestinas inocentes– hasta que Hamás se arrepienta de su decisión, delata la sentencia soberbia del colonizado­r frente a quienes busca mantener doblegados.

La excesiva cautela de Joe Biden, quien ha llamado al cese de hostilidad­es sin criticar a su aliado estratégic­o, la falta de credibilid­ad de la ONU a ojos israelíes, que la ven sesgada a favor de los palestinos, y la escasa influencia de otros actores internacio­nales sobre Netanyahu y Hamás, siendo Egipto una excepción, no auguran del todo bien para la pronta reducción de tensiones.

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