El Espectador

Democracia directa en acción (II)

- YOLANDA RUIZ

EN DICIEMBRE DE 2019, AL CALOR DE las manifestac­iones que se desataron en el país, escribí una columna en la cual declaraba mi perplejida­d. Decía entonces: “Creo que estoy demasiado cerca de los hechos y tengo demasiados años para poder entender esto que va pasando, pero intuyo que estamos ante una transforma­ción de hondo calado”. Un año y medio después, en medio del paro, confirmo esa sensación de estar ante un episodio distinto que nos reta porque son muchos ciudadanos directamen­te quienes están tomando decisiones y las institucio­nes se están quedando cortas para atender este llamado de la democracia directa.

Los promotores del paro reconocen que no representa­n a todos, porque en las calles hay más voces, más realidad, muchas banderas, muchos dolores. El Gobierno no entiende de dónde salen el hastío, el cansancio, la rabia contenida. Parece no ver sus propias estadístic­as de pobreza, no mide lo difícil de sobrevivir en la miseria en plena pandemia a pesar de los subsidios. Al Gobierno no le duelen todos los muertos. Los medios no acabamos de entender que las fuentes de siempre no sirven para relatar las historias de ahora. La democracia directa nos obliga a ver la realidad de otra manera y, sobre todo, nos obliga a escuchar y a hacer esfuerzos por entender eso que dicen los que gritan en las calles, lo que dicen los que paran y también los que no paran que reclaman lo suyo. Unos y otros lo hacen a las buenas o a las malas. Todos tienen derecho a reclamar, ninguno tiene derecho a violentar y el Estado no logra dirimir las diferencia­s. No sé si los líderes se quedaron pequeños ante el desafío o las entidades mismas ya no conectan con los ciudadanos.

La democracia representa­tiva tiene grietas gigantes y la democracia directa se salió a la calle porque los canales que existen no dan respuestas. Son muchos años de paños de agua tibia, de soluciones parciales, de avances pequeños, de mucha democracia en los papeles y las leyes y poca en la vida cotidiana de millones. Es duro no tener mercado por un bloqueo y duro no tener con qué comprarlo aunque los estantes están llenos.

En las calles se manifiesta­n los jóvenes que no ven futuro, los que tienen hambre, los desemplead­os, las mujeres que llevan la peor parte en todas las crisis, los que viven del rebusque, los artistas, los indígenas discrimina­dos desde siempre, las víctimas de todas las violencias, una muy extensa y variopinta clase media que va cayendo en la pobreza.

Cantan y bailan los artistas, los lugares tienen nombres nuevos, se debate sobre los héroes y la historia. Un joven desde Cali dice que no tienen afán de terminar el paro porque en la olla comunitari­a está garantizad­a la comida que no tienen en la casa. Otro más, ante el delegado de una organizaci­ón de derechos humanos que pregunta quién está a cargo, dice: “A los líderes los asesinan en Colombia, entonces hable con la comunidad”. Y la comunidad está ahí con mil rostros y todas las historias.

En la calle gritan la inequidad, la exclusión, la discrimina­ción y... claro, la eterna violencia que usamos para enfrentar todos nuestros problemas, sin entender que así todo mal se crece. En la calle gritan las promesas incumplida­s, los acuerdos que se violan, la falta de justicia. Es la corrupción, es la plata de los niños robada en contratos criminales, son las campañas financiada­s por debajo de la mesa, es la evasión de los que tienen, es la palabra de desprecio, el odio cotidiano en la calle y en las redes donde los líderes disparan veneno sin pensar en el monstruo que alimentan. Es el mercado que todo lo vuelve mercancía, es la pérdida de humanidad que justifica atrocidade­s. Esas muchas voces en la calle reclaman algo sencillo: que la democracia sea real y sea para todos. No hay necesidad de más muertos, mejor hablemos y cambiemos lo que tenga que cambiar.

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