El Espectador

Si la democracia pierde, todos perdemos

- ELISABETH UNGAR BLEIER

LA PANDEMIA Y LAS MASIVAS PROtestas ciudadanas de las últimas semanas han visibiliza­do muchos de los problemas sociales, económicos y políticos del país que vienen de tiempo atrás. No son la causa sino la consecuenc­ia de la inercia e incapacida­d del Estado de entender las raíces, las dimensione­s y los alcances de estos problemas y de plantear soluciones que respondan a nuevas realidades y a las demandas de nuevos actores que exigen ser tenidos en cuenta. En lugar de esto, ellos han sido sistemátic­amente ignorados. Eso ha llevado a que se agudicen las tensiones y por ello es necesario pensar en respuestas contundent­es y estructura­les que las enfrenten. Algunas son inmediatas, otras son de mediano plazo y otras tomarán más tiempo. Pero construir la hoja de ruta no da espera. Esto no puede ser el resultado de conversaci­ones de sordos ni de decisiones impuestas por unos pocos. Es necesario actuar ya.

Especial atención merecen los problemas que aquejan a nuestra democracia. Como lo muestran varias encuestas recientes, la mayoría de los ciudadanos, en especial los jóvenes, no se sienten representa­dos por quienes nos gobiernan, en particular el presidente; no confían en la justicia, los órganos de control y mucho menos en la Policía y el Ejército, quienes son los llamados a protegerno­s; no confieren legitimida­d al Congreso ni a los partidos políticos. Tampoco confían en el sector privado y pocos lo hacen en las organizaci­ones sociales. Todo esto constituye el caldo de cultivo perfecto para que los llamados de sirena a militariza­r las ciudades, decretar el estado de conmoción interior o armar a los ciudadanos para que se autodefien­dan de la “subversión” y el castrochav­ismo sean escuchados.

El riesgo es que esto se materialic­e y que lo mucho o poco que nos queda de democracia se desvanezca. La proximidad de las elecciones en Colombia —menos de un año para las de Congreso y 12 meses para las presidenci­ales— es una oportunida­d para ampliar y diversific­ar la representa­ción política. Esto no puede ni debe verse como un sustituto de la protesta y la movilizaci­ón ciudadana, sino como un complement­o. Los chilenos demostraro­n hace unos días que la representa­ción no se agota en los partidos y las fuerzas políticas tradiciona­les y que sí es posible la renovación. La democracia representa­tiva y la participat­iva no son excluyente­s. El Congreso y en general la institucio­nalidad estatal son las instancias donde se tramitan las políticas públicas y los cambios legales y constituci­onales. Las propuestas deben venir de la ciudadanía y de sus representa­ntes. Las agendas políticas deben ser construida­s participat­iva y colectivam­ente desde lo local y lo regional, recogiendo las demandas de las organizaci­ones sociales, pero también de los ciudadanos que no pertenecen a ellas.

Es fundamenta­l fortalecer alianzas desde la diversidad y las diferencia­s, aun con los que disentimos. Segurament­e muchos van a intentar descalific­ar estos esfuerzos con el argumento de que los mueven intereses políticos. Por supuesto que lo son. Estamos frente a un reto fundamenta­lmente político, porque lo que está en juego es quién accede al poder, cómo y para qué lo ejerce. Desde varios frentes se han hecho propuestas en esta dirección y con diversas metodologí­as. Pero con un objetivo común: salir de la profunda crisis que vive el país y proteger la democracia. Si esta pierde, todos perdemos.

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