Cambio de chip
Al Gobierno le quedan pocas semanas para tramitar un proyecto de reforma tributaria. Lo hace desde una posición política débil, sabiendo que la reforma anterior sirvió de catalizador de las protestas y con la reciente rebaja en la nota crediticia por parte de una de las principales calificadoras. Esa reforma es transversal a prácticamente todos los temas de fondo que como sociedad discutamos: lo que acordemos que debe hacer el Estado, habrá que financiarlo con impuestos.
Muchos han propuesto una reforma de paños tibios para aliviar el dolor fiscal. Enfatizan que lo que se debe hacer es acordar cobros transitorios que endulcen la caja del Estado el año entrante. Citan la propuesta de la Andi, que permite recoger unos recursos aplazando la entrada en vigor de varias reducciones de impuestos que la reforma de 2019 prometía, especialmente a las empresas.
Ese enfoque –el de una vez más atacar el desbalance fiscal con unos impuestos transitorios– deberíamos evitarlo a toda costa. Si hay un principio que debiera guiar la discusión, es que nada de lo aprobado debe ser transitorio. Al contrario, adelantar una transformación tributaria que realmente le sirva a país, descansa sobre la posibilidad de que mucho de lo aprobado solo vaya entrando en vigor muy lentamente: en lugar de pactar unos impuestos que desaparezcan a la vuelta de dos años como si las necesidades de gasto también lo hicieran, debemos acordar impuestos cuya implementación plena se alcance al cabo de varios años.
Hay varios argumentos a favor de esa estrategia. El primero: estamos en recesión, con el empleo y la actividad económica deprimidos. En una recesión conviene una política fiscal que empuje los ingresos de los hogares, no que los frene. Que lo acordado se vaya prendiendo de a poco va de la mano con dejar sus bolsillos quietos por ahora.
Segundo, la sostenibilidad fiscal no depende de los ingresos del año en curso o del entrante, sino de la coherencia de la senda futura de impuestos relativa a la de gastos. Hay que enfocar la energía no en diseñar los paños tibios de 2022, sino en los elementos que vayan construyendo esa senda coherente.
Tercero, varios de los impuestos que deberíamos discutir no tienen futuro político si se implementan de un solo tajo. Por ejemplo, los impuestos verdes y los impuestos a las pensiones altas: la oposición de un pensionado que recibe ocho millones al mes a que de un día para al otro lo pongamos a aportar la cuarta parte de su ingreso en impuestos es entendible. Igual con el propietario de un vehículo viejo que contamina: si de un año para el otro le llega una cuenta enorme por concepto de contaminación, habrá gran resistencia social al impuesto. Si, en cambio, hay una transición de 10 años en los que de a poco se va convergiendo al cobro definitivo, los hogares iremos ajustando nuestras decisiones a las nuevas reglas y tendremos finalmente un estatuto tributario que no esté construido sobre paños de agua tibia bianuales.
La clave: no a los impuestos temporales, sí a los que nos llevan a transitar a un esquema sostenible, justo y progresivo.