Colombia en la cuerda floja
que una calificadora de riesgo ya da cuenta de la desconfianza con la que se mira hoy a Colombia. Como era de esperarse, el Gobierno y sus empresarios aliados piensan que son otros los responsables de este desastre que ya se manifiesta. Deberían reflexionar sobre la dramática advertencia del arzobispo de Cali, Darío Monsalve, quien dijo: ¿cómo decirle a un joven que aguanta hambre todos los días que deje pasar comida para los demás?
El problema no son solamente los bloqueos sino las condiciones antisociales que desde el Gobierno hicieron posible este estado de cosas tan deplorable. Por supuesto, la solución no es repeler a bala las protestas, como lo hace una policía incapaz de entender este momento histórico. El general Vargas, director de la Policía, como si fuera lagarto, predica pero no aplica. Continúan los abusos y excesos policiales que están siendo transmitidos en vivo y en directo por los pocos medios que no han recibido la odiosa señal del Gobierno de no contribuir al caos, como ellos suponen que sucede con las terribles imágenes de cuatro policías arrastrando a una joven que luego supuestamente se suicidó. La tal reforma de la Policía es otro asunto que no se ve factible, porque no hay voluntad política de asumirla. El Gobierno dirá que si fracasaron las reformas tributaria y a la salud, nada de raro tiene que no avance la policial. A propósito, si cuando fracasó la reforma tributaria cayó Carrasquilla, ¿por qué no pasa lo mismo ahora con el ministro Ruiz al enterrarse su reforma a la salud?
Y a todas estas, ¿queremos una reforma a la justicia impulsada por este Gobierno desgastado, que multiplique el número de magistrados en altas cortes y prolongue sus períodos? Está haciendo falta que los voceros de la Rama Judicial y sus dolientes no guarden silencio.
Adenda No 1. Recomendado el libro El movimiento estudiantil en los 60. Cronología de una huelga, de Adolfo León Atehortúa Cruz. Magnífica reseña histórica de esos tiempos. De interés para todos y en especial para los bugueños que fuimos testigos mudos del asesinato del joven Jairo Potes Escobar, estudiante del Colegio Académico, ejecutado por las fuerzas vivas de la ciudad.
Adenda No 2. Que venga ya la CIDH y que se vaya el ministro de Defensa.
UN GOBIERNO CÍVICO-MILITAR O un diálogo nacional del cual saldrán muchas babas: esta es la disyuntiva que tenemos y que está por decidirse en estos días.
La primera salida parece inevitable en los momentos de más alta violencia. No hablo de un golpe militar, que no sería necesario, sino de un Gobierno militarizado sin cambiar al presidente Duque.
Esta salida podría tener tres escenarios de creciente intensidad o gravedad: tropas en carreteras y calles para restablecer el orden —y reprimir a los manifestantes— (lo que ya está ocurriendo), retorno a los tiempos más duros del estado de sitio o a los del Estatuto de Seguridad, o un régimen como el de Bordaberry en Uruguay, el de Fujimori en Perú o el de Hussein en Irak (dictaduras cívico-militares que no admiten elecciones).
No creo que lleguemos a este extremo, pero sin duda hay circunstancias, actores y factores poderosos que inclinan al país hacia la mano dura. Primera y principal: el Ejército es la única fuerza organizada y capaz de restablecer el orden público o de tomarse el poder en Colombia. No las disidencias de las Farc, ni el Eln, ni Maduro, ni los Comunes, ni los narcos, ni ninguno de los conspiradores que dice Uribe con su idiotez de la “revolución molecular disipada”.
Esa idiotez descubre, sin embargo, el segundo factor que inclina la balanza hacia la mano dura: Álvaro Uribe, que ya estaba acabado porque las Farc se acabaron hace tiempo, puede resucitar ahora como símbolo del orden (esta vez en las ciudades) y ya comienza a ejercer un gobierno paralelo que, por ejemplo, habla directamente con los mandos militares.
Y me falta la razón definitiva: la mayoría silenciosa del país —las gentes que trabajan, las que utilizan buses, los comerciantes, las familias vecinas—, sin hablar de los ricos ni los gremios, está desesperada con las pedreas, los incendios y trancones. Ellos reclaman orden. Y en Colombia hay una sola fuerza capaz de imponerlo.
Del otro lado están los jóvenes que sueñan con un mundo mejor, las multitudes que con razón protestan, las mil tensiones sociales y regionales que desató la estupidez de aumentar los impuestos, la buena voluntad más el oportunismo de los políticos que llaman al acuerdo, y la experiencia probada de Colombia ante las crisis sociales: un “diálogo nacional” donde hable mucha gente y que tarde varios meses hasta acordar las pequeñas concesiones que de veras son factibles, más otras incumplibles que pasarán como papas calientes al Gobierno que sigue.
Igual que usted, yo quisiera una salida mejor. Pero ese no es el país que hemos construido.
Para ahondar en los antecedentes y factores que subyacen a esta crisis, les invito a mi libro
A salvo de iconoclastas