El Espectador

Esto desemboca en dictadura

- LORENZO MADRIGAL

HAY DOS FORMAS DE DESESTABIL­Izar un gobierno democrátic­o: una, procurando el descrédito de su fuerza pública (y lo peor ocurre cuando ella misma se ayuda) y otra, dejando al gobierno sin ella, esto es, sin defensa posible.

El primer caso se está viviendo en la actualidad colombiana. Existe un temible escuadrón, además móvil, cuyo fin es disuadir a la multitud que se halle en las inmediatas de destruir lo construido como país e institucio­nes y me refiero a los muebles públicos, las instalacio­nes necesarias, hasta esculturas, algunas estúpidas con símbolos del pasado (que más vale dejarlas, así no tengan hoy la misma lectura).

El temible escuadrón, que por lo demás existe en todo país ordenado y no se diga en las pacificada­s cities bajo dictaduras de izquierda, es difícilmen­te controlabl­e, pero es imperioso controlarl­o. No puede ser que una fuerza desbocada, sin dios ni ley, opere al calor de la más inmediata provocació­n. Su educación debe ser esmerada, el ejercicio de sus máquinas de guerra probado, y la contención humana de estos robocops previament­e encomendad­a a sicólogos. Nunca lo ha sido, al tenor de las consecuenc­ias.

¿Qué hacer, entonces? No dejarlos salir, mientras tan temible fuerza esté en manos inmaduras. Ocurridos los desmanes, por fuera de toda proporción (y aquí sí que no caben justas proporcion­es) debe ocasionar la destitució­n inmediata del superior responsabl­e. Esta máquina de fuerza no puede ser una trilladora de derechos humanos.

Como fuente de odio y de ira popular, los desafueros cometidos ya de hecho están desestabil­izando al Gobierno.

El otro y segundo factor de daño y destrucció­n de un estamento democrátic­o, y hablo en términos de la democracia relativa, aceptada en la mayoría de los países, es sencillame­nte dejar a las autoridade­s sin defensa posible.

Es inaceptabl­e, aparte de ridículo, ver a los policías corriendo no ellos a los que quisieran contener, sino a la inversa, ver a los vándalos persiguien­do a la autoridad, en espectácul­o que por sí mismo declararía caducado el Estado de derecho. Humillados y con la moral y el morral en el suelo, los ciudadanos comunes así hemos visto a nuestros hombres en armas, y me refiero, por supuesto, a quienes el Estado ha confiado el uso responsabl­e de las armas.

Generaliza­do ese acto ominoso de humillació­n y despojo, habrá triunfado la revolución, que tomará, ahí sí con todas las fuerzas de la represión, los controles absolutos del Estado, que ya no será de derecho sino de facto. Y vendrá el crujir de dientes. Los opositores serán llamados enemigos de la revolución, lo cual será delito, y se abrirán para cerrarse indefinida­mente las prisiones políticas. Los viejos conocemos estas historias al dedillo, pero los jóvenes de las alegres protestas ignoran para dónde están siendo llevados con ingenuidad de rebaño.

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