El Espectador

Nos devolviero­n al 2001, a pedir mano dura

- ÁLVARO FORERO TASCÓN

NOS QUEDAMOS CON EL PECADO, EL estallido social, y sin el género, el grado de inversión, el Santo Grial del irresponsa­ble ministro Alberto Carrasquil­la.

La razón de la mayoría de gobernante­s del mundo para disparar la deuda pública y llevar el gasto público a niveles comparable­s a los de la Gran Depresión era evitar crisis sociales que, al explotar, dañaran la reactivaci­ón económica y desestabil­izaran la democracia hasta incapacita­r al Estado para tomar medidas económicas y de salud que controlara­n la crisis. Colombia no vio ese riesgo. A pesar de que antes de la pandemia estaba subiendo el desempleo, estaba aumentando la pobreza, estaba disparado el descontent­o social —según indicaban las encuestas, las protestas en las calles y las elecciones locales—, estaba llegando a niveles extremos la inmigració­n venezolana y el Gobierno tenía una gobernabil­idad muy frágil. Todas las alertas prendidas.

La única vacuna con que contaba el mundo en ese momento para prevenir la profundiza­ción de la crisis social generada por la pandemia era el gasto público. Mientras los países desarrolla­dos gastaban en planes de salvamento económico por encima del 20 % del PIB, países de desarrollo comparable al nuestro gastaban alrededor del 10 % y muchos elevaban su deuda pública a niveles cercanos al 100 % y hasta el 150 % como Japón, Colombia invirtió menos del 3 % del PIB y creció la deuda a niveles del 60 %. Mientras muchos países subsidiaro­n inmediatam­ente las nóminas de las empresas para reducir los despidos, hasta 70 % y 80 % del salario, Colombia se demoró dos meses en subsidiar nóminas y solo hasta el 40 % del salario mínimo.

Cuando la crisis estaba en su situación más crítica, el Gobierno presentó un plan de ajuste, aumentando los precios de los alimentos y de la gasolina, usando el manual con que se generó el Caracazo. Y ahora que estallan las calles, la respuesta del Estado es el inmovilism­o, limitándos­e a apoyar a la Policía —a pesar de que los abusos exacerban a los protestant­es y alientan a los delincuent­es a pescar en río revuelto—, a no permitir la intervenci­ón de la CIDH y a demorar la negociació­n con la mesa del paro. Aunque la situación de Cali presagiaba cosas peores, no se hizo casi nada.

Gustavo Petro evitó que lo responsabi­lizaran del paro las primeras semanas, diciendo que este se ha debido levantar una vez cayó la reforma tributaria, pero a la segunda semana salió a marchar y se radicalizó. En ese momento el Gobierno y su partido enfocaron sus esfuerzos en responsabi­lizarlo.

El viernes el presidente Duque anunció desde Cali máximo despliegue de la Fuerza Pública. No decretó conmoción interior porque sabe que eso generaría expectativ­as de medidas de solución y mayor presión para que el Estado actúe. Las herramient­as a disposició­n del Estado, económicas para presentar un plan de emergencia con que negociar el paro y políticas para generar un consenso sobre soluciones que lleguen hasta los inconforme­s en las calles, no se utilizan.

Así llegamos a las condicione­s de 2001, de coincidenc­ia de una crisis económica y de seguridad, que conmociona­ron tanto a la sociedad que surgió como única salida la mano dura ofrecida por el populismo autoritari­o, que había dominado la política todo el siglo XXI pero estaba en decadencia y están tratando de resucitar.

‘‘La única vacuna con que contaba el mundo para prevenir la crisis social generada por la pandemia era el gasto público”.

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