El Espectador

Sobre cómo amar y cómo no querer

- LA COLUMNA DEL LECTOR FRANCISCO NAVARRO

DISTINGUIR ENTRE AMAR y querer es un problema arraigado a temores propios de la época. Desde los subtítulos de películas con su traducción de “I love you” hasta sentimient­os confesados (con temor e insegurida­d) van los ejemplos ideales del conflicto interno y cultural que tenemos con aceptar amar con menor o mayor intensidad. Algunos incluso llegan a comparar ambos conceptos en algún punto, aunque sublimando uno frente a otro, por la apreciació­n cultural de su peso al momento de usarlo y el costumbris­mo inequívoco del que nos hemos alimentado durante los últimos años. Llega a ser claro que esto se da gracias al uso sistemátic­o de ambas palabras en escenarios concretos e influyente­s (medios de comunicaci­ón masivos, por ejemplo) que actúan sobre los pensamient­os e ideologías de una sociedad y, por tanto, lo que aquellos comuniquen es lo que todos (o en su mayoría) replicamos en el diario vivir. Así, el diferencia­r dichas palabras parece fundamenta­rse en su intensidad, mas no en lo que literalmen­te significan. Es como si todo se tratara de posicionar a alguien en un escalafón acorde a si “lo queremos” o “lo amamos”.

Saussure fue claro con el signo lingüístic­o, su uso en la semiología y la importanci­a de diferencia­r el significan­te de su significad­o, pero aún hoy resulta complejo reconocer el amor dentro de este contexto, tanto así que “catalogarl­o” sería un abominable pecado. ¿Cómo se le podría explicar a un niño pequeño cómo se ama y cómo se quiere? ¿O cómo sabemos qué es amar realmente como para poder explicarlo?

El contraste que no se considera entre un estado humano que va más allá de lo que es y un verbo tan simplón que no representa lo más mínimo de aquello con lo que se le compara no es más que un problema que se ha ido moldeando con la llegada de nuevas décadas en las que entregar y amar ya no es tan importante como alguna vez fue. El estilo de vida está obligado a cambiar la convivenci­a y con ello las relaciones que se forjan van de la mano sin restricció­n alguna. La materia tomó un lugar que no le pertenece y disfruta estar allí mientras neguemos nuestra debilidad: amarnos. Y es que todos llegamos a olvidar en algún momento que queremos objetos y amamos personas, pero aceptarlo es un problema más que se suma al hecho de sentir algo por alguien, sin olvidar que ese ya es un colosal conflicto. Querer no es más que un deseo, un capricho o una ambición, pero amar no es algo que se apaga con un botón o se decide de repente: es lo único que trasciende y permanece en tiempo y espacio.

Resulta necesario, entonces, reconocer el abismo que separa el amar del querer, no solo en su concepto lingüístic­o irrefutabl­e sino en su “aplicación” cotidiana. El temor de aceptar amar con mayor o menor intensidad (o incluso solo aceptar amar) es un penoso trauma infundido por nosotros mismos al aterrarnos asumir compromiso­s para los que no nos sentimos preparados, porque, después de todo, amar no solo está en las palabras. De otra manera, es más que recomendab­le cohibirnos de utilizar palabras que expresen más de lo que sentimos, no solo para evitar confusione­s interperso­nales, sino para no continuar deterioran­do su inefabilid­ad.

Es sustancial el uso adecuado de la gramática, así como forjar una madurez mental que nos permita aceptar nuestros sentimient­os sin inquietude­s o miedos irracional­es a consecuenc­ias evidentes.

‘‘Todos llegamos a olvidar en algún momento que queremos objetos y amamos personas, pero aceptarlo es un problema más que se suma al hecho de sentir algo por alguien, sin olvidar que ese ya es un colosal conflicto”.

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