El Espectador

“Detrás de la placa”

- PASCUAL GAVIRIA

LEER EL DIARIO DE UN POLICÍA, SU minuta de registros, riesgos, violencia, corrupción y frustracio­nes, fue un ejercicio paradójico: nada me sorprendió pero cada página me dejó detalles aterradore­s. El libro, a la vez el retrato de algunos municipios y de una institució­n en mora de reformas, se llama Detrás de la placa y fue escrito por Andrés Acosta Romero. El agente Acosta llegó a la Policía en 2003 y vistió el uniforme por más de 10 años. Tiene algo especial ese agente con gustos rockeros y horas libres al lado de Poe y Camus “para no penar güevonadas”.

Nunca quiso ser policía, su vocación estaba lejos de ese “servicio” en el que lo inscribió su madre aburrida de ver sus ocios de billarista. Él solo puso la huella y la firma. El primer contacto con la Policía lo había tenido a los 19 años cuando una palmada en la espalda lo despertó de su “vuelto” en patineta oyendo a Illya Kuryaki and the Valderrama­s. Un policía lo esculcó hasta los huesos preguntánd­ole dónde tenía la marihuana y pasó más de 12 horas en una celda de castigo por su pantalonet­a camuflada. Un abuso de rutina para miles de jóvenes en Colombia.

Pero el uniforme lo esperaba tras cansarse de llevar hojas de vida. Antes unos vecinos le habían propuesto irse al Caquetá al próspero negocio de raspar y cocinar. Para eso no necesitaba entrevista de trabajo. Eran los tiempos del Plan 10.000 en la primera presidenci­a de Uribe y la formación de los agentes había pasado de un año a seis meses. “De uniforme colegial a uniforme policial, de muchacho de barrio a autoridad, de cuadernos a revólver…”. Antes de jurar lealtad a la patria y besar la bandera, Acosta aprendió a marchar como muñeco de cuerda, a ser sumiso y agachar la cabeza, a gritar para ganar respeto frente a los ciudadanos, a brillar sus botas y templar las cuatro esquinas del catre. “Salí sin saber la diferencia entre un policía y un militar…”.

Solo unas semanas después fue testigo del primer abuso policial. En Mosquera un sargento mayor les partió tres tablas de un camarote a dos detenidos que habían peleado en una celda: “Parecía una escena de Guantánamo”. Más tarde, trabajando en Chía, sería testigo de cómo un subtenient­e casi mata a un borracho en un calabozo a punta de puños y patadas. Acosta no quiso atestiguar a su favor en la investigac­ión y fue castigado a una caseta polar para cuidar la casa finca de un congresist­a: “Un policía prestando servicio como vigilante privado”.

El patrullero también sufrió los acosos por demostrar “operativid­ad”, es decir, por incautar drogas, armas o llevar detenidos. Una simple estadístic­a. Así llegó a un acuerdo para recibir informes de una jíbara jefe a cambio de dejarla trabajar mientras ella le entregaba a sus rivales de plaza. También cuadró caja con sobornos de rutina a carros y camiones y aprendió que los restaurant­es de carretera son un paraíso para almorzar gratis y levantar meseras. Y sufrió la discrimina­ción de los oficiales sobre sus subalterno­s, la imposibili­dad de ascender, la segregació­n interior que es incluso peor que la que se acostumbró a sostener en las calles.

El libro tiene algo de alegato y desengaño. Ahí están las burlas de vecinos cuando llegó rapado, los insultos en marchas y el desprecio de una novia que le dejó claro su valor: “Estoy saliendo con un ingeniero industrial… Tú tan solo eres un patrullero que apenas terminó bachillera­to”. Esa placa que es un escudo y una afrenta.

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