El Espectador

Un pacto contra la austeridad

- MARIO VALENCIA

En momentos en que abundan las buenas ideas sobre el proceso de reactivaci­ón económica que debe emprender Colombia, vale la pena aportar en el debate sobre la inconvenie­ncia de persistir en el control de la inflación como objetivo de las medidas económicas actuales. Es cierto que en la década de 1980 fue un problema muy grave en América Latina, pero hace 30 años que la región, con excepción de Venezuela, no presenta fenómenos de hiperinfla­ción.

En las actuales circunstan­cias, la pandemia revivió la necesidad de inyectar abundantes recursos públicos para remediar la caída de la capacidad de gasto e inversión privada tras los prolongado­s confinamie­ntos. Aunque se reabra el mercado, lo cierto es que poner a funcionar nuevamente la máquina económica implicará abundantes flujos de recursos. Por esa razón, pensar que la reactivaci­ón se dará solamente con movimiento­s de tarifas de impuestos en el interior de una economía en recesión, no es pensar con audacia.

Uno de los problemas de fuentes de recursos radica en que las restriccio­nes creadas por medio de la política monetaria, usadas para controlar la inflación, ahora impide una mayor actuación de los bancos centrales en proveer la liquidez necesaria a los gobiernos para ser canalizada en gasto e inversión pública. La inflación no es un riesgo hoy en día, pero los bancos centrales siguen comportánd­ose como si lo fuera.

La crisis sería menos grave si el Estado tuviera más posibilida­d de acceder a recursos sin deuda por medio de la emisión o el uso de sus reservas. Colombia tiene más de siete meses de reservas internacio­nales, cuando los parámetros del Fondo Monetario Internacio­nal le aconsejan mínimo tres meses. A pesar de que esos recursos crean cierta apariencia de estabilida­d macroeconó­mica, la verdad es que tener ese dinero en el extranjero no aportará mucho a la reactivaci­ón interna. Cada mes de reservas adicionale­s que acumula el país en bancos foráneos a bajas tasas de interés significa unos $11,5 billones que no tiene para invertir en sus necesidade­s sanitarias, sociales, de empleo e inversión.

Por ende, la única opción, a menos que se modifique la visión monetarist­a prevalente, es acceder a préstamos no concesiona­les que generan un límite en la forma tradiciona­l de medición de la deuda sobre el producto interno bruto, que obliga a adoptar medidas de austeridad fiscal e impide incrementa­r sustancial­mente el gasto público en necesidade­s sociales y de inversión.

Otro camino es viable, se sabe. Los países desarrolla­dos lo hacen y debería considerar­se seriamente como una medida complement­aria a una reforma fiscal profunda que corrija las distorsion­es creadas por los mismos gobiernos para recaudar menos impuestos a los más ricos, así como para asegurar una orientació­n de esos recursos más eficiente.

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