El Espectador

Niños en la casa, “machos” en la calle

- CATALINA URIBE RINCÓN

como ha ocurrido casi siempre en Colombia. Pero esta vez las cosas ocurren en un contexto diferente porque hay una opinión despierta, empoderada y vigilante que no está dispuesta a renunciar al sueño que nació en 1991 y una comunidad internacio­nal que mira con asombro lo que ocurre aquí.

El cuadro de desgobiern­o, corrupción y desorden que nos agobia solo mejorará si se produce una rectificac­ión fundamenta­l en el manejo abusivo y excluyente que las élites políticas y económicas le han dado al país desde hace mucho tiempo. Es triste admitir que la solución no va a salir de las caducas institucio­nes nacionales sino, posiblemen­te, de la acción externa, que en un planeta cada día más interdepen­diente puede ayudar a que Colombia cambie el rumbo.

UNA COLEGA ME COMPARTIÓ UNA discusión del grupo Wikimujere­s. Todo empezó porque una mujer manifestó su inconformi­dad con el uso que su marido le daba al baño compartido: “Deja el baño sucio cada vez que orina. Deja gotas en el piso y no levanta el bizcocho (…) No limpia lo que ensucia (…) Le he dicho de todas las maneras (…) Se ha vuelto tan insoportab­le esto y no sé cómo manejarlo”. Las personas del grupo le respondían con distintos consejos. Entre ellos, el clásico: “Devuélvelo a la mamá”. Una amiga me exponía condescend­ientemente el fenómeno de la siguiente manera: “Es que los hombres son como niños en la casa, así se quedan toda la vida y no hay nada que hacer”.

Me pareció curioso este concepto del hombre-niño. Es verdaderam­ente muy extraña la idea de que el hombre dentro de la casa debe ser atendido, cuidado, regañado y que ciertos comportami­entos infantiles y poco empáticos, como “rociar” el bizcocho, se deben tolerar. La idea del hombre-niño es una suerte de comodín que le permite ser descuidado, pensar que no es su deber participar en las tareas del hogar, administra­r menos los asuntos de los hijos y demás, pues él es también, a punta de hábito, una suerte de dependient­e. Y como con muchas costumbres, la actitud se vuelve performáti­ca: entre más se normaliza la infantiliz­ación, más quiere el hombre cómodament­e actuar para su convenienc­ia en lo privado.

Es aún más chocante que no sea a ellos a quienes se les dice “niños” en la calle. Como si hubiese una pantalla de reversión de adultez, somos nosotras las que seguimos siendo “niñas, peladas, chicas”, entre muchas otras infantiliz­aciones. Así, mientras vivimos acostumbra­dos a que los hombres se presenten y actúen como niños en privado, las mujeres somos obligadas a serlo en público. En la calle es siempre la mujer la que debe luchar para tener voz, la que necesita de cuidado, la que no puede salir sola, la que requiere una y otra vez algo de ayuda para que se le reconozca y se le trate como adulta. En el caso de las mujeres la infantiliz­ación es impuesta, pesada y fuente de más desdichas que de beneficios.

Hay pocas cosas más degradante­s que la infantiliz­ación. Incluso, la infantiliz­ación de los niños. Una cosa es protegerlo­s de los peligros que alerta la experienci­a y otra muy diferente es desdeñarlo­s, ignorarlos y humillarlo­s en sus emociones, percepcion­es y razón. Parte del lío de la “infantilit­is” que nos invade son las nociones distorsion­adas de la adultez, que nada tienen que ver con la imposición de la voluntad. La adultez es saber y querer cuidarse y cuidar de otros. Es saber hacerse responsabl­e de las propias acciones. Es aprovechar la oportunida­d de estar vivo para pensar en soledad y con otros. De ahí que los roles de género en un mundo de niños o adultos sean cada vez más caprichoso­s.

Esta semana se aprobó en tercer debate el proyecto de ley que busca ampliar la licencia de paternidad (que ojalá se llamara del “otro responsabl­e”). El proyecto es necesario, en especial porque libera a la mujer de una carga que lleva castigándo­la durísimo en lo profesiona­l. Pero es también muy necesario para los hombres, pues les da un beneficio a quienes lo anhelan y otorga responsabi­lidad a quienes no han querido asumirla. Sin embargo, acompañado de la ley debe venir un cambio cultural. Lo que menos les convendría a las mujeres es que ahora durante las licencias de maternidad les llegue otro “niño” más para cuidar.

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