Una rebelión mínima
MAYO DEL 68 LLEGÓ A COLOMBIA EN el 71, apenas tres añitos de retraso. Jóvenes de las principales universidades públicas se reunieron en Bogotá y aprobaron una proclama que, no sin perspicacia, bautizaron como “Programa mínimo de los estudiantes colombianos”. Cinco exigencias básicas. Autonomía universitaria: cogobierno de profesores y estudiantes. Supresión del dominio imperialista en las universidades. Suspensión de programas de asistencia de organizaciones imperialistas. Financiamiento de la educación superior. Defensa de la Universidad Nacional.
Eran épocas menos desideologizadas. Hace medio siglo (casi) todo era ideología, feroz, excesiva, althusseriana. En el aire vibraban consignas incomprensibles hoy en día. “Por una cultura nacional, científica y de masas”. “Unidad, organización y lucha”. “Votar es apoyar la tiranía”. “Viva el marxismo-leninismo pensamiento Mao Tse-tung”, ni siquiera Mao Zedong, que no se usaba ni en China.
Corría el último cuatrienio del Frente
Nacional. El presidente era Misael Pastrana Borrero y el ministro de Educación, Luis Carlos Galán, recién graduado. Más de 30 instituciones superiores y colegios de bachillerato salieron a protestar, encabezados por la Universidad del Valle. Marchas multitudinarias, iracundas, cargadas de desprecio por el orden establecido. El viernes 26 de febrero de 1971, en Cali, los manifestantes fueron interceptados por la Policía (Dios y patria) y por el Ejército (Patria, honor, lealtad): ocho muertos y 47 heridos, según El País, periódico godo como pocos. ¡Ajúa!
Pero a pesar de la represión, el movimiento continuó. Pastrana y Galán aceptaron cogobiernos de estudiantes y profesores en la Nacional y en la Universidad de Antioquia. Un hecho irrepetible hasta el presente. Hubo una contraofensiva oficial. Artículo 121 de la Constitución de 1886 para decretar estado de sitio, la conmoción interior de entonces. Destitución de profesores, expulsión de estudiantes, supresión de cogobiernos, imposición de “rectores policías” y militarización de universidades públicas con reclutas en las aulas o consejos verbales de guerra a los dirigentes de la rebeldía. Y eso que apenas se reclamaban unas reivindicaciones mínimas.
Al comentar la actual revuelta callejera, mi amigo Héctor Abad Faciolince insinúa en su más reciente columna, sin venir al caso, que algunos simpatizantes del paro somos “maximalistas de la línea dura”, en donde “maximalistas” significa, supongo, “extremistas, radicales”. Me parece que está desenfocado. Ni en las barricadas ni en las páginas de opinión de los periódicos, nadie ha hablado de posiciones maximalistas. Nadie ha gritado, por ejemplo, “De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades”: ¡nadie está pidiendo el comunismo, home Héctor!
Los rebeldes de la primera línea exigen cosas básicas, mínimas en cualquier democracia liberal: respeto al derecho a la protesta, no más brutalidad policíaca, no más muertes, no más desapariciones, no más persecución, no más paramilitarismo de cuello blanco. Dicho en tres palabras: ¡No más Uribe! Fácil de entender, ¿sí o qué?
Rabito de paja. Cambio de tema y cito al nunca bien ponderado Manuel Scorza: “Subibajábamos al sueño. Dormidespertábamos. Y nuevamente morivivíamos, odioamábamos, sueñidespertábamos, desaparexistíamos. Y nuevamente peleasoñipacifidespertábamos, descaradamente felices”. La danza inmóvil, 1983.