El Espectador

Nuestros dolores

- GONZALO MALLARINO FLÓREZ

“¡CUÁNTO PENAR PARA MORIRSE uno!”, decía Miguel Hernández en un poema.

Hombre dolorido si los hubo, los lectores recuerdan a este pastor de cabras que sufrió prisión, que desde la cárcel soñaba con dolor y ternura el pecho de su mujer amamantand­o al hijo recién nacido. Decir doble luna del pecho, decir nanas de la cebolla, es volver con los ojos anegados a ese instante, a ese poeta. A la pena que lo acosaba y lo ensombrecí­a, que lo tiznaba, como dijo él mismo.

Amalgamado­s, pienso ahora en esos dos poemas del gran poeta de Orihuela. Y en cierta veta honda y trágica del pueblo español. Y pienso en Eduardo Caballero Calderón. En los tipacoques, en El Cristo de espaldas, en Siervo sin tierra, en los textos sobre el Quijote y Castilla. Seguro es una sensibilid­ad afín, próxima. Lo que no pongo en duda es al artista de las palabras que era Caballero Calderón,

eso sí que no. Hay páginas de él que están entre las más bellas del idioma. Comparable­s con las mejores de Unamuno o Azorín. Por lo menos eso creo yo.

El dolor… Tantas sedes y desiertos atravesado­s, tantos golpes en la espalda, tantas espinas en los costados, para al final morirnos. El valle de lágrimas y las cruces a cuestas de nuestra tradición judeocrist­iana.

Las estatuas de San Agustín son bellas, pero terribles. Qué caras dolorosas, torturadas, parecen hacer estremecer­se a la piedra que les da forma. Nuestra música negra del Pacífico, qué bella pero qué triste y adolorida es a veces. Piensen en Leonor González Mina, nuestra Negra Grande, cantando. No hay nada más bello y más melancólic­o que eso. Piensen también en la dulce tristeza del bambuco. Estando fuera de Colombia, en tierra extraña, oímos un bambuco y nos ponemos a llorar. Con una tristeza que nos viene de lo más recóndito, que no sabíamos ni siquiera que albergáram­os, que estuviera dentro de nosotros.

¿Por qué es eso?

La melancolía que nos llega de tantas vertientes. Claro, no es todo lo que somos los colombiano­s. Somos también la fiesta y la deliciosa expansión sensual de la salsa en Cali y en Juanchito. Y somos el Carnaval de Barranquil­la y el mar esplendent­e y el pescado que nos comemos con los dedos. Y más cosas. Pero la melancolía…

Los bogotanos podemos estar horas mirando la lluvia caer en el parque. Sobre las hebras verdes del pasto, sobre las hojas de los magnolios y los eucaliptos, sobre las flores de las buganvilia­s y los alcaparros. Mientras la neblina rodea los cerros y empapa los bosques de acacias. Mientras los mirtos y las eugenias protegen la tierra negra y oscura de los jardines.

Esa lluvia y ese vapor gris y mojado se nos ha metido en el corazón y en el cuerpo. Por lo menos al bogotano que yo soy. Y busco y busco en los entresijos de mis vísceras y de mis tripas y mis tejidos. Busco y busco las palabras que le den sentido a este silencio. A esta pena de sentir pasar las horas afuera, como si fueran inmensos barcos de olvido y de tristeza.

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