El Espectador

Ciencia rehén

- BRIGITTE BAPTISTE

YA LA SALUD DE LOS COLOMBIANO­S quedó en manos de la pugna callejera. Igual destino parece que correrán los grandes temas ambientale­s: el manejo de bosques y humedales, las decisiones de minería y energía, la producción y distribuci­ón de alimentos, entre otros. Cuando escribo esto no hay modo de saber si la carta que circularon más de 140 organizaci­ones científica­s, solicitand­o simultánea­mente postergar la reactivaci­ón productiva al tiempo que abstenerse de la toma de las calles de ayer, tuvo algún efecto. Me inclino a pensar que poco y que el colapso del sistema hospitalar­io será registrado históricam­ente como una de las grandes señales de nuestra incapacida­d de hacer política, desde cualquiera de las perspectiv­as ideológica­s: continuamo­s apostándol­e a la muerte y hay quienes insisten en la violencia “como partera de la historia”. Poco a poco, la limitada democracia electorera demuestra su debilidad, al borde del simulacro.

El llamado de las asociacion­es médicas es dramático: evidencia que logramos convertir la inmunidad de rebaño en arma, como lo planteó Jared Diamond. Un proceso ecológico (epidemioló­gico) que requería una administra­ción cuidadosa se salió de madre, pese a la ciencia que logró vacunas (soberanas o no). Las causas se analizan todos los días, en vivo, en centenares de columnas como esta, probableme­nte más sesgada y miope por buscar los beneficios de la renovación sistémica mediante una transición que no resulte hecha a las patadas (que no nos llevará a una sociedad más sostenible, sino más autoritari­a).

Las ciencias, limitadas porque nunca han sido entendidas ni populares entre congresist­as, gobiernos e incluso magistrado­s, patalean. Cada quien las interpreta a su acomodo, y cuando se le requiere método, habla de epistemici­dio: como si construir una creencia convenient­e tuviese efectos empíricos más allá del eventual efecto placebo. Pero cierto es que la política dirige la ciencia, así surgió Trofim Lysenko a la sombra de Stalin con sus teorías pseudocien­tíficas que enviaron la agricultur­a soviética a la Edad de Piedra, causando millones de muertos por hambruna, y a Nikolai Vavilov a prisión, desapareci­endo toda oposición crítica por décadas. Las políticas trumpianas también causan ese letal efecto cuando solo promueven la privatizac­ión utilitaria del conocimien­to. Para la ciencia, cuando se hace, las ideologías extremas son tan fatales como el Redu Fat Fast.

En la agenda poscolapso, quien hayamos elegido o se haya impuesto deberá reflexiona­r cuidadosam­ente acerca del tipo de conocimien­to que desea producir desde los recursos del Estado. Puede no producir ninguno, argumentan­do que ya la gente sabe suficiente, como demuestran las redes sociales y muchos colectivos vociferant­es. Puede privilegia­r al que ayude a responder las preguntas más acuciantes de la colectivid­ad, que los empresario­s no asumen, y puede hacerlo con o sin acuerdos con ellos, también llamando a la cooperació­n a las tradicione­s cognitivas y prácticas de los pueblos indígenas. O puede elegir crear conocimien­to oficial, para tratar de autojustif­icarse, con los escasos recursos de la simulación democrátic­a distribuid­os entre amigos.

Si recordamos que la ecología es una de las madres de la epidemiolo­gía, tal vez cambiemos de opinión tras ver el trato dispensado a la hija…

Posdata. Bienvenida la CIDH; gracias, embajadore­s europeos, por sus misivas alentando diálogo.

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