¿Qué pasa en Japón?
MÁS CLARO NO PUEDE SER. EL EDITOrial del diario japonés Asahi Shimbun del 26 de mayo es contundente: “Primer ministro Suga: por favor, cancele los Juegos Olímpicos de este verano”. No han sido suficientes ni las advertencias del cuerpo médico y de especialistas en salud pública sobre los peligros que representan los juegos. Tampoco, las de los políticos, empresarios y académicos. Y menos, el clamor de más del 80 % de la población —casi toda— que no está de acuerdo con que se lleven a cabo los eventos este próximo mes de julio.
A pesar de todo ello, el Gobierno insiste en que está haciendo lo necesario para realizarlos de una manera segura. Pero nadie parece creerle. Para completar el panorama, aflora lo peor: las afirmaciones soberbias y desafiantes del Comité Olímpico Internacional (COI) que vocifera que los juegos se hacen porque se hacen. Y que se harán “haya o no haya estado de emergencia”, tal como lo afirmó su vicepresidente, John Coates, en una videoconferencia desde Australia el 21 de mayo. Recuérdese que hasta el 31 de mayo estaba decretada la emergencia sanitaria en Tokio y 11 prefecturas más, emergencia que, a pedido de los territorios afectados, se extendió hasta el 20 de junio.
Atendiendo al sentido común, aterra que una potencia como Japón no pueda decidir sobre lo que pasa en su territorio ni pueda defender a sus ciudadanos. Y tenga, además, que arrodillarse ante una organización privada cuya legitimidad es vulnerable. En el mejor de los casos, si se analizan la Carta Olímpica y el contrato con la ciudad anfitriona, debe concluirse que se trató de una pésima negociación de los japoneses que los llevó a firmar el más leonino de los contratos imaginables.
Según el capítulo 24 de la Carta, el COI “percibirá los ingresos procedentes de la explotación de derechos tales como derechos de televisión, de patrocinio, de licencias y de propiedades olímpicas, así como de la celebración de los Juegos Olímpicos”. Y la cláusula 66 del contrato le concede solamente al COI la potestad para darlo por terminado únicamente por razones imputables a la contraparte que, además, llegado el caso, renuncia a cualquier reclamación por daños o perjuicios.
El contrato fue firmado por el gobernador de Tokio, Inose Naoki, y por el presidente del Comité Olímpico Japonés, Takeda Tsunekazu, quienes, como puede deducirse fácilmente, no tenían autoridad para comprometer la soberanía nacional. Por eso resulta extraña la docilidad del gobierno nipón frente a la altanería del COI. Pero es inverosímil que un gobierno se atreva a poner en riesgo a su pueblo sin que antes se resista.
Ahora bien, el problema sobrepasa las fronteras de Japón. El riesgo es mundial y las reacciones, salvo la de Francia que ha dicho que Macron asistirá a la inauguración de los juegos, han sido tibias. Biden, según se lee en sus declaraciones, se encamina a decir que no se opone, pero no se compromete a respaldar de frente el evento. China, por su lado, muestra una cautelosa simpatía para, posiblemente, no comprometer los Juegos de Invierno del 2022 en su país. Nosotros no decimos nada, salvo los medios que siempre se entusiasman con estos espectáculos. Lo más explícito han sido las declaraciones de Egan Bernal quien, según Kienyke, dijo: “Si supone un riesgo muy grande, no iré, no rechazo la posibilidad, pero será complicado”.
Japón necesita un gesto como el del emperador Hirohito cuando se presentó frente a MacArthur. Su mensaje fue rotundo. Si él era el problema, ahí estaba. O lo apresaban o lo respetaban.