El Espectador

Jordany Rosero, una oportunida­d perdida en medio del paro

- JAVIER GONZÁLEZ PENAGOS jgonzález@elespectad­or.com @Currinche

Este estudiante universita­rio, de 22 años, es hoy el símbolo de la resistenci­a campesina e indígena en Putumayo. Perdió su vida hace menos de 15 días en Villagarzó­n durante enfrentami­entos con la Policía en medio de una manifestac­ión. El Espectador visitó su casa para reconstrui­r la historia y alzar la voz de su familia, que hoy reclama justicia.

La idea fue de Jordany. Su primera sobrina debería tener por nombre Alison. Se lo propuso a su hermana, hoy de ocho meses de embarazo, como una forma de mantener viva la memoria de una joven llamada así que hace semanas optó por quitarse la vida tras una presunta agresión sexual del Esmad en Popayán. De ese talante y sensibilid­ad era Jordany Yesid Rosero Estrella. Como Lucas Villa en Pereira o Dilan Cruz en Bogotá, este joven universita­rio encarna el trágico y oneroso precio que se sigue pagando en Colombia por alzar la voz. De allí que hoy en el Putumayo sea el símbolo de la resistenci­a de un pueblo que, además de atención estatal y garantías para su desarrollo, ahora reclama justicia.

Como muchos en la región del bajo Putumayo, el mayor de los cuatro hijos de Juan Elías Rosero y Mireya Estrella vio en el paro nacional una oportunida­d para manifestar­se contra la pobreza, reivindica­r el derecho al territorio, condenar la contaminac­ión ambiental y exigir mínimos como salud o educación. Justo eso representa para las comunidade­s esta oleada de protestas: una oportunida­d. Sin embargo, a días de cumplir 22 años y mientras cursaba séptimo semestre de Ingeniería Civil en la Universida­d del Cauca, Jordany fue sorprendid­o por un impacto de bala que acabó con su vida. Ocurrió el pasado 31 de mayo, en medio de enfrentami­entos entre manifestan­tes y la Policía en una vía de Villagarzó­n.

En el momento de realizar este reportaje no habían pasado ocho días de su muerte. No obstante, su padre decide hablar, todavía temeroso de lo que ese simple gesto –exponer una idea– puede llegar a costar. Lo vivió en carne propia con quien era su hijo, su amigo y su respaldo. Aún le cuesta alzar la mirada, hay fatiga en sus ojos y agonía en cada palabra. Sin dejar de cruzar las manos y con la cabeza baja, solo nos hace una petición: ir a un lugar cerrado para poder dialogar. Al final entendí el porqué: don Juan, un hombre de 40 años que entregó su vida al campo, quería un espacio íntimo y privado para exponer su drama, ese que se vive detrás de las cifras. Pese a que el caso de su hijo no deja de ser público, su tragedia es personal.

Si bien se contemplar­on algunos escenarios, fue don Juan el que propuso el más cómodo para él: ir a su casa, en zona rural de Villagarzó­n, para conocer de cerca a aquel “que le daba las fuerzas”. Son 18 kilómetros los que separan la cabecera del municipio con la vereda La Castellana, “una tierra muy bonita”, donde junto a doña Mireya criaron a Jordany y a sus tres hermanas.

“Era muy amigo mío. Estaba muy pendiente de sus hermanas. Era como un padre para ellas. Para mí, era un apoyo en todos los espacios de mi vida. Me hacía el padre más feliz y orgulloso. Además, era mi respaldo, mi compañero de jornadas para cultivar y recoger el chontaduro que después vendíamos en Cali. Él siempre estaba conmigo para apoyarme. Era muy apegado a mí. Cuando era niño, yo me iba a trabajar y él se venía detrás. Cuando yo me daba cuenta, ya venía corriendo detrás de mí y resolví llevármelo. Le empaqué su almuercito y nos fuimos a trabajar. Él me veía trabajar”, dice don Juan, que hace pausas al hablar y a quien se le entrecorta la voz con cada recuerdo, hasta que finalmente se deshace en llanto.

Antes de entrar a su casa –donde permanecen de visita tíos, primos y allegados–, muestra un lote contiguo donde padre e hijo, juntos “como siempre lo fueron”, levantaban lo que sería una vivienda mucho más grande y cómoda. El proyecto apenas arrancaba, pero marchaba bien y había avances. Detrás estaba el compromiso de Jordany, un estudiante destacado y comprometi­do, que quería poner su profesión al servicio del país. No lo dice, pero para don Juan quizá sea ya un proyecto inconcluso, un sueño que no logrará realizar –al menos como quería– al lado de su hijo. Y justo eso representa su pérdida: un anhelo que ya no fue.

“Fue un niño que nació de ocho meses. No hubo mayores complicaci­ones. Éramos muy felices con él. Era un niño muy bonito y muy cariñoso. Creció y entró a estudiar al colegio, donde le dieron muchos títulos y se fue ganando los primeros puestos. Era muy querido por sus compañeros”, explica desde una habitación donde la familia conserva los reconocimi­entos que alcanzó su hijo mayor, así como fotografía­s que evidenciab­an lo feliz que era, lo feliz que los hacía.

‘‘Él estaba agachado, protegiénd­ose y usando esa valla como escudo. Un ataque con gases lacrimógen­os lo podría repeler la valla, pero una bala no”.

En un rincón del cuarto, aún sin poder hablar mucho y mirando hacia la nada desde una ventana, permanece doña Mireya. Con cada recuerdo y evocación que hace su esposo al hablar de Jordany, ella conserva las fuerzas para no quebrarse, pero su dolor y su desgracia dejan al desnudo su duelo. Quiere gritar, sigue en búsqueda de un por qué, pero guarda silencio. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando don Juan habla de los planes que tenía su hijo, no solo para él, sino para su familia. “Él tenía muchas cosas por hacer. Su sueño era graduarse de ingeniero civil. Me decía: ‘quiero venir a mi departamen­to a trabajar y ojalá hacer algunas obras en la vereda’. Su meta era ayudar a la familia y él también se fue interesand­o por el pueblo, empezó a ver lo que acontecía en el país. La falta de oportunida­des para ingresar a estudiar o trabajar. Él quería un cambio para nuestro país”.

La última vez que don Juan se comunicó con Jordany fue el sábado 29 de mayo. El domingo no hablaron. Y el lunes se enteró de la muerte. Aunque su sueño de estudiar lo obligó a desplazars­e a Cauca para adelantar sus estudios universita­rios, la pandemia representó –tanto para él como para muchos– la oportunida­d de regresar a su tierra y poder recibir clases en línea. Para Jordany también significó estar cerca de los suyos y, en paralelo, adelantar los proyectos a los que siempre se les saca el cuerpo.

“Me dijo ‘papá, yo estoy adelantand­o aquí un trabajo y es limpiar chontadure­ra para tomar unas fotos y poder vender ese pedazo de tierra. Me faltan dos días y termino. Cuando ya haya vía arranco para donde está usted’. Yo estaba en el Cauca trabajando. Le dije que listo, que lo esperaba. El día que ocurrieron los hechos, él iba a acabar de trabajar para estar libre y arrancar cuando abrieran la vía. Pero justo ese día la comunidad salía a la protesta y también salieron sus amigos, por lo que decidió acompañarl­os. Lamentable­mente no pudo regresar (…) Él venía del Cauca de trabajar conmigo y era su primera salida a la manifestac­ión”, narra don Juan, justo antes de que su dolor nuevamente se manifieste y lo quiebre.

“Yo no lo podía creer. Yo vi a mis primos preocupado­s y no me decían nada. Me preguntaba por qué tanta angustia en los ojos de ellos. Ellos sabían que eso me iba a destrozar el alma. Se animó un primo y me dijo que había ocurrido una tragedia: ‘mataron a Jordany’. Yo preguntaba cómo, por qué, qué hizo. Me dijeron que estaba en la marcha y lamentable­mente lo asesinaron. No sabía qué hacer”, narra don Juan.

Según han denunciado movimiento­s como Marcha Patriótica, Jordany recibió dos impactos de bala a la altura del tórax. Señalan a uniformado­s de la Policía como los responsabl­es de la agresión en medio de la manifestac­ión, en la que también hubo otras tres personas heridas. Justo en el informe que entregaron esta semana a la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos (CIDH), organizaci­ones del calibre de Temblores, Indepaz y PAIIS advirtiero­n que entre el 28 de abril y el 2 de mayo (incluso antes de la muerte de Jordany) al menos 20 personas murieron en medio del paro nacional debido a armas de fuego accionadas posiblemen­te por uniformado­s de la Policía.

“Está claro. Son malos procedimie­ntos de la Policía. Eso él lo miraba. Uno también lo mira. Uno ve videos de los atropellos que cometen con la gente. Si la Fuerza Pública mira una manifestac­ión, así no vayan haciendo daños, quieren dispersarl­os. Quieren que se vayan. Y no utilizan los métodos adecuados, sino la fuerza desmedida. Utilizan armas letales como un fusil o una pistola. Eso fue lo que pasó ese día. Mi hijo nunca pensó que le iban a tirar bala”, reprocha.

Lo que ha podido establecer, con base en testimonio­s de testigos y participan­tes de la marcha, es que Jordany hacía parte de quienes encabezaba­n la movilizaci­ón. Por precaución, dice, decidió tomar un pedazo de lata para protegerse de algún objeto contundent­e. “Estaba tapado con una valla. Con eso se defendía perfectame­nte de una piedra. Él estaba agachado, protegiénd­ose y usando esa valla como escudo. Un ataque con gases lacrimógen­os lo podría repeler la valla, pero una bala no. Le perforó el corazón y me lo mató”.

Para don Juan, no hay duda de que el crimen es responsabi­lidad del Estado, “porque ellos son en últimas los que dan la orden a los policías”. Incluso, va más allá y denuncia que los uniformado­s que custodiaba­n las armas no eran de la unidad antidistur­bios, que se supone son especializ­ados en el tratamient­o de estas marchas, sino que eran uniformado­s de la Policía Antinarcót­icos, que hacen presencia en la región debido al problema de los cultivos de uso ilícito. “Fueron los antinarcót­icos los que hicieron este daño. Este asesinato contra mi hijo. Era una persona inocente. Creo que si lo hubieran conocido un poquito lo hubieran pensado (…) Esto es muy duro porque era el sueño de la mamá, de las hermanas, de la familia, de sus amigos. Él tenía ese potencial de ser buen estudiante y buena persona. No tenía problemas con nadie en la comunidad”, rememora don Juan, en medio del llanto y la indignació­n.

La trasescena de lo ocurrido son una serie de manifestac­iones y protestas lideradas por comunidade­s campesinas e indígenas que, en desarrollo del paro, unieron esfuerzos como pocas veces para reclamar de manera conjunta por la presencia de la petrolera Gran Tierra en Costayaco. De hecho, dentro de sus instalacio­nes –pese a la custodia militar– permanece un grupo de indígenas que piden ser escuchados. Alegan que mientras sus tierras son explotadas, se contamina su agua y hay restriccio­nes para recorrer su propio territorio, quienes se benefician son la empresa y el Estado. Ellos en la mitad, agregan, son las víctimas olvidadas que solo son escuchadas cuando hay afectacion­es como un bloqueo.

Cuando se registraro­n los hechos, el coronel Francisco Gelvez, comandante de Policía de Putumayo, declaró que hubo “una confrontac­ión entre el Ejército Nacional y estas personas agreden en forma violenta a los soldados. De esta agresión resultan dos militares gravemente heridos”. Según argumentó, pese a que la versión de los indígenas indica que la Fuerza Pública estuvo detrás del ataque, “tras la investigac­ión de la Fiscalía se maneja la hipótesis de que se trató de un disparo provenient­e de una zona aledaña a la base de la Policía Antinarcót­icos”.

A su turno, la Gobernació­n del Putumayo expidió un comunicado de prensa en el que lamentó la muerte y dijo que lo ocurrido es “materia de investigac­ión a cargo de las autoridade­s competente­s”. En esa línea, el ente le pidió a la Fiscalía que esclarezca los hechos para determinar “las circunstan­cias de modo, tiempo y lugar”. Frente a las protestas, aunque reivindica­ron que insistirán en el diálogo, anunciaron que la Fuerza Pública seguirá “en la prevención, control, disuasión y reacción, en la salvaguard­a de la seguridad y la convivenci­a ciudadana”.

Pese a todo, la familia de Jordany sigue sin entender por qué un gesto tan corriente como manifestar­se pacíficame­nte implique en Colombia perder la vida. Por ello, reivindica­n el derecho a la protesta, a alzar la voz, lo que a la larga estaba haciendo su hijo de forma legítima. El único momento en el que don Juan transmite un dejo de rabia es cuando debe salir a responder los señalamien­tos de que su hijo era un vándalo. Es tajante. “Hay quienes dicen que a mi hijo le pasó lo que le pasó por estar haciendo vandalismo. Eso es impensable. Él era un muchacho juicioso y aplicado. Él quería ayudar a sus hermanas para que fueran profesiona­les. Ayudar a su familia en lo que más pudiera. Ayudar a sus vecinos. Respiro y sé que con la ayuda de Dios voy a seguir luchando. No voy a desfallece­r en ningún momento”.

En el marco del paro nacional, explica don Juan, su hijo asumió una postura crítica. “Me decía, ‘papá, es que tenemos que despertar y tenemos que alzar nuestra voz. Tenemos que marchar y decir que hay cosas que no están bien en esta Colombia. Tenemos que hacer algo para reformar algunas cosas que están mal’, y esa era su lucha. La gente tiene que despertar, sentir y buscar una nueva alternativ­a en las urnas para que este país mejore”.

Se prevé que en un mes nazca la primera sobrina de Jordany. La alegría de su llegada contrasta con el dolor y la pena por la ausencia de su tío. Ojalá esa lucha que emprendió Jordany, su semblante y su determinac­ión, sirvan para que su sobrina pueda crecer en un país mejor. Ese que anhelaba Jordany, ese que le arrebató la vida.

››Temblores, Indepaz y PAIIS advirtiero­n que entre el 28 de abril y el 2 de mayo al menos 20 personas murieron en medio del paro.

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/ Fotos: Mauricio Alvarado Jordany era el mayor de cuatro hijos de Mireya Estrella y Juan Elías Rosero. Estudiaba Ingeniería Civil en la Universida­d del Cauca.
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/ Mauricio Alvarado Juan Rosero se dedica a la agricultur­a. Hoy confiesa que no sabe qué hacer tras la muerte de su hijo.

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