El Espectador

Una infinita pausa

- FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Hoy que han pasado tantos años, podría matar o morir por escuchar aquel silencio, aquella pausa que se descerraja­ba sobre el mundo cuando se acababan los últimos acordes de una canción y todos tensábamos los músculos y las venas y hasta los huesos a la espera de que comenzara la siguiente, a las tres o cuatro de la madrugada de aquellas fiestas de barrio que el tiempo se llevó, porque durante aquellos dos o tres segundos la vida quedaba suspendida, mientras una diminuta aguja de la que dependíamo­s tantos y tanto avanzaba por un disco de vinilo y en su opaco chirrido nos llevaba a la más perfecta definición de la palabra ansiedad. Y nosotros, quietos. Y quietos los relojes y vivir y los gestos, el humo de los cigarrillo­s, las conversaci­ones, los amores y los desamores, los bailes, las migajas de humor, los brindis por todo y por nada, las guitarras y los pianos invisibles.

Y quietos, detenidos, los recuerdos, y paralizado, incluso, aquel insaciable deseo de salirse del cuerpo y ser música. Y quieta la noche, aunque nos amenazara con volverse día. Aquellos tres segundos de quietud, que por cada disco podrían ser medio minuto, y en toda una noche, media hora, eran el fin y el comienzo de todas las cosas del mundo, aunque jamás fuera consciente de ello. Eran morir y nacer, sin pensar en vidas o muertes. Terminar y volver a empezar, sin finales o comienzos reales de nada. Eran una pausa, tan sencillo como eso. Una pausa, o una suma de pausas que se fue diluyendo con el pasar de los años, de los inventos y la tecnología y el tener que estar pegado siempre a un aparato, de las instruccio­nes, de la actualidad y el culto reverencia­l a la inmediatez, del incesante bombardeo por y para la producción.

Hoy que han pasado tantos años, he decidido retornar a mis viejas pausas, y hacer de mi vida una infinita pausa. Volver a poner mis viejos discos y recuperar mis antiguas ansiedades, e inventar algunos otros instantes suspendido­s, por llamarlos de alguna forma. Sentarme en los bancos de los parques a observar, a observar en serio, por ejemplo. Y a escuchar. Caminar lo más despacio posible tratando de oír mis pasos y los pasos de quienes pasan por mi lado y los ruidos de los carros y el silbar del viento, y salir de la ciudad en busca de otros sonidos, de otros colores y formas, de otras lluvias, incluso, y tirarme en el piso a contemplar, sin buscar fines ni principios, más allá de la contemplac­ión en sí misma.

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