Perder las ramas
LOS VIEJOS HAN SIDO LAS PRINCIpales víctimas de esta pandemia, pero la dimensión de su tragedia pareciera desdibujarse detrás de las meras cifras, que la vuelven abstracta. Sin embargo, cada tanto lo concreto —el conocimiento de un caso cercano, un testimonio en la prensa o las tremendas noticias sobre las muertes múltiples en hogares de ancianos— nos permite sentir y dolernos del drama de estas muertes en la más triste soledad, sin siquiera rituales que dignifiquen su despedida.
Por otra parte, nunca como ahora ha habido una perspectiva tan grande de longevidad en el mundo. Aunque nos parezca increíble, en Colombia hay, según el DANE, 22.945 mayores de 100 años. Y si bien registramos estos datos como un logro, no podemos olvidar que envejecer implica —así queramos minimizarlo— recorrer un camino lleno de renuncias y de paulatinas pérdidas, constatando que el tiempo se acorta y el cuerpo se deteriora; y todo esto en una sociedad que, como dice Jean Améry, “no quiere ser incomodada por el espectáculo de la decadencia”.
¿Y cuando ya no hay tampoco esa conciencia, cuando la mente se extravía víctima de la demencia senil, con su carga de confusión e incoherencia? La literatura y el cine están llenos de testimonios de este drama cotidiano, que ha sido descrito, a propósito de un bello relato autobiográfico de Yasushi Inoue, como “el imparable proceso que lleva (…) a desvanecerse en vida, a fallecer de mil pequeñas maneras antes de cruzar los umbrales definitivos de la desaparición”. En El padre, una película en la que Anthony Hopkins interpreta a un anciano que se hunde definitivamente en la confusión mental, y Olivia Colman hace el formidable papel de hija y cuidadora, Florian Zeller, un escritor y director francés de 41 años logra la hazaña de hacernos vivir esa experiencia desde dentro. Zeller hace que no sólo seamos, como en la vida misma, los espectadores de un drama ajeno, incomprensible para nosotros, habitantes todavía de un mundo lúcido, sino que nos obliga a transitar por los vericuetos de una mente en la que apenas quedan unos mínimos vestigios de lo que fue el pasado, y que confunde ya los rostros familiares, los nombres y los espacios. Es así como vivenciamos el miedo al abandono, la desconfianza con los yernos, la paranoia, los destellos de una vanidad, una gracia y un humor que no terminan de desaparecer, y también raptos de crueldad, de manipulación, de dureza.
“Siento que estoy perdiendo todas mis ramas”, dice en cierto momento el protagonista, en lúcida metáfora invernal. Y también, ¿quién soy yo, exactamente?, una pregunta definitiva en cualquier momento de la vida, pero sobre todo cuando esta ya se nos escapa. El cuidado de esa persona frágil, con todas sus dificultades, recae en una mujer, como suele ser, y no es menos importante este señalamiento en la película. Una mujer con una vida en suspenso por la carga que le ha caído encima. Y, gravitando como una amenaza, la posibilidad de una casa de ancianos. En el mes en que se celebra el día del padre viene esta película a ponernos de cara a esa realidad ineludible que es la vejez de los que amamos, pero también a devolvernos el placer del cine.
Colombia, la joya de la corona
Mario Fernando Rodríguez B. Paula Sánchez, Juan Francisco Pedraza, Viviana Velásquez y Rubén Darío Ballén.
Eder Rodríguez, William Ariza,
Lina Paola Gil, William Botía, Johann González, William Niampira, Jonathan Bejarano y Camila Sánchez.
Nelson Sierra G.
Óscar Pérez, Gustavo Torrijos, Mauricio Alvarado y Jose Vargas.
Óscar Güesguán.
Iván Muñoz, Nicolás Achury, Natalia Romero, Alejandra Ortiz, Camila Granados, Carlos Flórez y Leonel Barreto.