Sobre héroes que tumban
Tumbar estatuas es tal vez una práctica tan antigua como aquella de erigirlas, en primer lugar. Si acaso es ligeramente más reciente, puesto que era necesaria la existencia de al menos una estatua para poder dar inicio a la tradición de tumbarlas. En términos sencillos: es tan inherente a la condición humana el querer conmemorar como el querer cuestionar. Y aunque en ocasiones estas dos manifestaciones de nuestra compleja relación con el pasado pueden llevarnos a fuertes enfrentamientos, si es bien abordado, el debate resultante tiene un potencial enriquecedor para nuestra sociedad.
Los monumentos son, en esencia, una conmemoración de una figura o evento pasado bajo la mirada —usualmente idealizada— de una época posterior. Aunque también ha ocurrido que estos sean planeados y construidos durante la vida de los sujetos o poco después del evento en cuestión, la intención de querer preservar su ideal en el tiempo es esencialmente la misma, y también resulta de manera un poco inadvertida en una cápsula evidente del zeitgeist vigente al momento de su creación.
Básicamente —por dar un ejemplo cualquiera—, el comisionar una estatua en pleno siglo XXI para conmemorar a un filósofo de la antigua Grecia no solamente celebra la obra que este realizó en su época, sino que delata una admiración actual hacia este personaje; en el tiempo presente, y bajo criterios modernos, se juzgó que era merecedor de un homenaje. Tampoco es para nada extraño que personajes históricos sean considerados de gran importancia décadas e incluso siglos después de su muerte, incluso tras haber tenido poca o nula relevancia en vida. ¿Pero qué pasa cuando, por las razones que sea, esta percepción cambia?
A veces no se trata de una transformación en la sociedad general, sino simplemente en las estructuras de poder. Lo hemos visto suceder en épocas recientes con estatuas de personajes como Vladimir Lenin o Sadam Husein, que fueron removidas mediante actos que, por pausados y burocráticos o espontáneos e impulsivos que parecieran, no dejaron de ser poderosamente simbólicos. Pero el propósito de este escrito no es enfocarse en aquellos casos relacionados con la caída de regímenes totalitarios, sino aquellos que involucran símbolos más pasivos, que hacen parte de narrativas tan establecidas que, en muchas ocasiones, pocos contemplan cuestionarlos o incluso pasan totalmente desapercibidos.
Remover de manera violenta un monumento suele generar una reacción negativa por parte de sectores de la ciudadanía que, al desconocer las razones de fondo detrás de esto, pues lo juzgan como un acto de vandalismo sin sentido. Está perfectamente bien querer velar por el buen estado de los espacios públicos de una comunidad, al igual que el de los monumentos que tienen como propósito embellecerla, y sentir frustración ante su destrucción. Pero ante situaciones semejantes, sería un beneficioso ejercicio cívico detenerse a preguntarse si existe un porqué detrás de estos actos antes de descalificarlos por completo.
Sin la intención de enfrascarse en la situación actual de Colombia (y ciertamente queriendo evitar atizar los fuegos de cualquier polémica puntual), aquello que sucedió con varios monumentos en ciudades del país en el marco del paro nacional el mes pasado ofrece unos ejemplos claros e interesantes. Durante las manifestaciones, muchas estatuas de personajes históricos se vieron desmontadas a la fuerza por parte de miembros de la ciudadanía: desde conquistadores españoles y fundadores de ciudades como Sebastián de Belalcázar y Gonzalo Jiménez de Quesada, pasando por próceres de la Independencia como Francisco de Paula Santander y Antonio Nariño, hasta figuras políticas del siglo XX como Gilberto Alzate Avendaño y el expresidente Misael Pastrana.
La destrucción de efigies de actores políticos recientes es tal vez la más obvia —sobre todo cuando se consideran las propuestas de corte fascista de Alzate Avendaño y las acusaciones de fraude electoral contra Pastrana Borrero—, dado que, bien que mal, sus polémicas continúan recientes y su legado aún se mantiene en disputa. La de actores de la Conquista española es también muy evidente cuando se tiene en cuenta la participación de estos sujetos en la subyugación de los pueblos nativos del territorio colombiano (y la consiguiente devastación de sus poblaciones y erradicación de su cultura, por inopinada o deliberada que esta fuera) que hoy buscan llevar a cabo una suerte de “juicio histórico” contra quienes sentaron el precedente de su opresión. Pero tal vez la destrucción menos clara a simple vista es aquella de los personajes pertenecientes al establecimiento de nuestra nación; es aquí donde el debate cobra un matiz interesante.
¿Por qué razones tumbaron las estatuas de Santander y Nariño? Aunque para ninguno de los dos casos parece existir una justificación clara, en el de Nariño se especula una errada asociación con aquel penoso episodio de la Independencia conocido como la Navidad Negra —evento con el que Nariño no tuvo nada que ver—, o más probablemente como rechazo hacia su liderazgo de la fallida campaña militar que buscó incorporar la ciudad de Pasto y la región que hoy lleva su nombre a la república. En caso de ser este el caso —teniendo en cuenta que el pueblo pastuso combatió a Nariño buscando mantenerse como parte de la Corona española—, parece un poco incoherente que sufrieran el mismo fin monumentos tanto de quienes establecieron el dominio español en el continente como de quienes buscaban ponerle fin.
Pero otro aspecto tal vez más importante de estos dos ejemplos es la forma en que muchos salieron en defensa de los próceres al considerar la celebración de sus legados no solo válida sino importante. Entre sus contribuciones a la historia y al país se encuentran nada más y nada menos que la primera traducción en América de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (texto precursor de los actuales derechos humanos) por parte de Nariño, y la fervorosa promulgación y establecimiento del primer sistema de educación pública en el país por parte de Santander; ambos temas que la protesta que derribó sus monumentos exige apasiona
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LA REALIDAD ES QUE EL SIMPLE HECHO DE CONMEMORAR PERSONAS SIEMPRE POBLARÁ NUESTRAS AVENIDAS, PLAZAS, PARQUES Y TEMPLOS DE HÉROES ERRADOS PORQUE LOS SERES HUMANOS SOMOS ERRADOS EN ESENCIA”.