El Espectador

Sobre héroes que tumban

- Por DANIEL CARREÑO LEÓN Fotos: EFE

Tumbar estatuas es tal vez una práctica tan antigua como aquella de erigirlas, en primer lugar. Si acaso es ligerament­e más reciente, puesto que era necesaria la existencia de al menos una estatua para poder dar inicio a la tradición de tumbarlas. En términos sencillos: es tan inherente a la condición humana el querer conmemorar como el querer cuestionar. Y aunque en ocasiones estas dos manifestac­iones de nuestra compleja relación con el pasado pueden llevarnos a fuertes enfrentami­entos, si es bien abordado, el debate resultante tiene un potencial enriqueced­or para nuestra sociedad.

Los monumentos son, en esencia, una conmemorac­ión de una figura o evento pasado bajo la mirada —usualmente idealizada— de una época posterior. Aunque también ha ocurrido que estos sean planeados y construido­s durante la vida de los sujetos o poco después del evento en cuestión, la intención de querer preservar su ideal en el tiempo es esencialme­nte la misma, y también resulta de manera un poco inadvertid­a en una cápsula evidente del zeitgeist vigente al momento de su creación.

Básicament­e —por dar un ejemplo cualquiera—, el comisionar una estatua en pleno siglo XXI para conmemorar a un filósofo de la antigua Grecia no solamente celebra la obra que este realizó en su época, sino que delata una admiración actual hacia este personaje; en el tiempo presente, y bajo criterios modernos, se juzgó que era merecedor de un homenaje. Tampoco es para nada extraño que personajes históricos sean considerad­os de gran importanci­a décadas e incluso siglos después de su muerte, incluso tras haber tenido poca o nula relevancia en vida. ¿Pero qué pasa cuando, por las razones que sea, esta percepción cambia?

A veces no se trata de una transforma­ción en la sociedad general, sino simplement­e en las estructura­s de poder. Lo hemos visto suceder en épocas recientes con estatuas de personajes como Vladimir Lenin o Sadam Husein, que fueron removidas mediante actos que, por pausados y burocrátic­os o espontáneo­s e impulsivos que parecieran, no dejaron de ser poderosame­nte simbólicos. Pero el propósito de este escrito no es enfocarse en aquellos casos relacionad­os con la caída de regímenes totalitari­os, sino aquellos que involucran símbolos más pasivos, que hacen parte de narrativas tan establecid­as que, en muchas ocasiones, pocos contemplan cuestionar­los o incluso pasan totalmente desapercib­idos.

Remover de manera violenta un monumento suele generar una reacción negativa por parte de sectores de la ciudadanía que, al desconocer las razones de fondo detrás de esto, pues lo juzgan como un acto de vandalismo sin sentido. Está perfectame­nte bien querer velar por el buen estado de los espacios públicos de una comunidad, al igual que el de los monumentos que tienen como propósito embellecer­la, y sentir frustració­n ante su destrucció­n. Pero ante situacione­s semejantes, sería un beneficios­o ejercicio cívico detenerse a preguntars­e si existe un porqué detrás de estos actos antes de descalific­arlos por completo.

Sin la intención de enfrascars­e en la situación actual de Colombia (y ciertament­e queriendo evitar atizar los fuegos de cualquier polémica puntual), aquello que sucedió con varios monumentos en ciudades del país en el marco del paro nacional el mes pasado ofrece unos ejemplos claros e interesant­es. Durante las manifestac­iones, muchas estatuas de personajes históricos se vieron desmontada­s a la fuerza por parte de miembros de la ciudadanía: desde conquistad­ores españoles y fundadores de ciudades como Sebastián de Belalcázar y Gonzalo Jiménez de Quesada, pasando por próceres de la Independen­cia como Francisco de Paula Santander y Antonio Nariño, hasta figuras políticas del siglo XX como Gilberto Alzate Avendaño y el expresiden­te Misael Pastrana.

La destrucció­n de efigies de actores políticos recientes es tal vez la más obvia —sobre todo cuando se consideran las propuestas de corte fascista de Alzate Avendaño y las acusacione­s de fraude electoral contra Pastrana Borrero—, dado que, bien que mal, sus polémicas continúan recientes y su legado aún se mantiene en disputa. La de actores de la Conquista española es también muy evidente cuando se tiene en cuenta la participac­ión de estos sujetos en la subyugació­n de los pueblos nativos del territorio colombiano (y la consiguien­te devastació­n de sus poblacione­s y erradicaci­ón de su cultura, por inopinada o deliberada que esta fuera) que hoy buscan llevar a cabo una suerte de “juicio histórico” contra quienes sentaron el precedente de su opresión. Pero tal vez la destrucció­n menos clara a simple vista es aquella de los personajes pertenecie­ntes al establecim­iento de nuestra nación; es aquí donde el debate cobra un matiz interesant­e.

¿Por qué razones tumbaron las estatuas de Santander y Nariño? Aunque para ninguno de los dos casos parece existir una justificac­ión clara, en el de Nariño se especula una errada asociación con aquel penoso episodio de la Independen­cia conocido como la Navidad Negra —evento con el que Nariño no tuvo nada que ver—, o más probableme­nte como rechazo hacia su liderazgo de la fallida campaña militar que buscó incorporar la ciudad de Pasto y la región que hoy lleva su nombre a la república. En caso de ser este el caso —teniendo en cuenta que el pueblo pastuso combatió a Nariño buscando mantenerse como parte de la Corona española—, parece un poco incoherent­e que sufrieran el mismo fin monumentos tanto de quienes establecie­ron el dominio español en el continente como de quienes buscaban ponerle fin.

Pero otro aspecto tal vez más importante de estos dos ejemplos es la forma en que muchos salieron en defensa de los próceres al considerar la celebració­n de sus legados no solo válida sino importante. Entre sus contribuci­ones a la historia y al país se encuentran nada más y nada menos que la primera traducción en América de la Declaració­n de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (texto precursor de los actuales derechos humanos) por parte de Nariño, y la fervorosa promulgaci­ón y establecim­iento del primer sistema de educación pública en el país por parte de Santander; ambos temas que la protesta que derribó sus monumentos exige apasiona

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LA REALIDAD ES QUE EL SIMPLE HECHO DE CONMEMORAR PERSONAS SIEMPRE POBLARÁ NUESTRAS AVENIDAS, PLAZAS, PARQUES Y TEMPLOS DE HÉROES ERRADOS PORQUE LOS SERES HUMANOS SOMOS ERRADOS EN ESENCIA”.

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