El Espectador

Mi primera protesta

- JUAN LUIS GALLEGO ARCILA

EL PASADO 12 DE MAYO SE llevó a cabo en la UVA de El Tesoro el En-tendedero. Una propuesta de un grupo de estudiante­s de Los Andes que se ha imitado en varias ciudades de Colombia. La premisa es sencilla: llevar una obra, un papel, un pedazo de tela que se pueda colgar como protesta pacífica y medio de expresión. Sin embargo, han pasado varios días desde que se llevó a cabo y un pensamient­o no me deja en paz.

El día anterior, como aquel que busca en las sombras huir de sus acciones, usé la tranquilid­ad de la noche para, en un pedazo de trapo viejo, plasmar mi mensaje, y mientras lo hacía me preguntaba por qué me escondía.

A partir de ese día he pensado qué me llevó a actuar así y qué implicacio­nes existen.

La protesta, si es que se le pudo llamar así, no fue más que sentarse en la UVA y mirar las obras de los demás. Se comió pizza, se caminó, se conversó. Pero esa sensación estigmatiz­ante de “protestant­e” me pesaba y no entendía muy bien el por qué.

La memoria me llevaba a los pocos momentos en que se ha conversado de política en mi familia y cómo han terminado estos. La diferencia entre ideas puede degenerar rápidament­e en discusión porque no hemos aprendido a conversar y esa misma falta de conversaci­ón es la que ha mutilado la libre expresión y la defensa de las posturas políticas. Mutilación que se ha llevado a cabo desde ambos “extremos”.

El silencio obligado viene desde la casa: en la mesa no se habla de política, religión, ni fútbol, dice el refrán popular, pero poco se piensa en las consecuenc­ias de esta idea. Porque prohibir desde lo más íntimo del seno del hogar es arar la tierra que cultivará pensamient­os sesgados y opiniones violentas, donde no se respetan los demás puntos y se busca “cancelar” a todo aquel que no piensa igual o se tilda de tibio a todo aquel que no se compromete fervientem­ente a alguna causa de la que no tiene todavía informació­n.

Este aturdimien­to de la palabra hablada y escrita conlleva a generacion­es y generacion­es de mudos por miedo o por convicción, los dos igual de peligrosos. Y esta falta de ideas ajenas a las nuestras genera una caja de resonancia donde nuestra opinión cuenta y ninguna más, siguiendo así un camino peligroso donde nos volvemos violentos, sensibles, defensivos de nuestra caja, porque jamás aprendimos a escuchar otras opiniones, porque jamás aprendimos a hablar, porque crecimos pensando que nuestra caja y la de aquellos que nos rodean es la que guarda la razón absoluta.

Tanto los personajes más conservado­res como los que tenemos un pensamient­o más liberal hemos aportado a esto, puesto que ante la supuesta ofensa que es el cuestionam­iento de nuestras ideas se acude a todo tipo de tácticas para protegerla, especialme­nte a la humillació­n y la degradació­n del pensamient­o del otro.

Así pues, en mi primera protesta sentí cómo, al jamás haber practicado el hablar de política, fútbol, ni religión, una lupa omnipotent­e me juzgaba y no entendía, no quería entender qué tenía yo por decir. Pero también aprendí que no solo con palabras nos comunicamo­s y no solo conversamo­s al hablar, escuchar es un factor de la ecuación que comúnmente se deja por fuera porque solo queremos escuchar lo que creemos.

Al hablar de lo incómodo y de lo tabú se es un revolucion­ario. Al escuchar lo que no queremos es escuchar se es un sabio.

‘‘La diferencia entre ideas puede degenerar rápidament­e en discusión porque no hemos aprendido a conversar y esa misma falta de conversaci­ón es la que ha mutilado la libre expresión y la defensa de las posturas políticas”.

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