Explosión cultural
COMO EN COLOMBIA SOMOS MÁS dados a ver la violencia porque nos golpea tanto y tan seguido que parece no existir nada más, a veces nos cuesta ver lo que pasa más allá de la muerte y la agresividad. Nos pasa de nuevo con el paro nacional, el más extendido en la historia reciente del país. Por supuesto que debemos hablar de los muertos, los desaparecidos, los heridos, los delitos y exigir que la justicia actúe en cada caso y que la memoria no olvide a los que no debieron morir. Sin embargo, hoy quiero hablar de música, de teatro, de calles y paredes llenas de colores, de bibliotecas andantes y de sueños gritados y pintados a los cuatro vientos. Este paro es más que bloqueos y más que muerte. El paro ha sido también una explosión cultural que no acabamos de ver ni de entender en su justa dimensión.
A lo largo de estas semanas he descubierto en las redes, en donde conviven múltiples universos paralelos, decenas de personas que cuentan esa otra realidad. Estoy siguiendo a fotógrafos, a varios artistas, a un camionero que publica sus historias desde la carretera, a muchos jóvenes y a mujeres poderosas dueñas de su destino. Sigo a colegas del mundo que tienen los ojos en Colombia… de la mano de ellos veo la realidad desde una perspectiva distinta a las de siempre que tienden a estigmatizar y a etiquetar. He visto una riqueza cultural inmensa que estaba caminando por ahí y de repente salió a borbotones en medio de las protestas. Desde el arte se proponen ideas porque hay ganas de cambiar el mundo, ganas de parar las guerras y defender la vida. Todo eso se canta, se baila, se grita y tiene la fuerza de un huracán.
La música suena a ritmo de salsa y rap; hay cumbia, aires andinos y del Caribe; hay sonidos clásicos reinventados. Hay acordes nuevos que no encajan en mis viejas categorías. Hay rimas potentes, métricas distintas. Hay guitarras, maracas, violines y clarinetes. Muchos jóvenes se pintan la cara y el cuerpo, se adueñan de la bandera y derraman en cualquier escenario el amarillo, el azul y el rojo matizados a su manera. Hay maromeros que hacen piruetas, teatreros y bailarines. Se mueven en zancos y con tambores amarrados a la cintura, ponen micrófonos en plena calle o cantan a todo pulmón. Algunos arman bibliotecas salidas de la nada y hacen talleres de lectura para niños.
Varias universidades entendieron que hay una realidad distinta detrás del paro y abrieron espacios para escuchar a los jóvenes y generar confianza con ellos. En uno de esos conversatorios vi a un joven desde Siloé hablando de emprendimientos y de cómo se tejen redes para el futuro en una comunidad que hoy se reconoce y se encuentra en la calle. Escuché también de los lazos de solidaridad entre las mujeres. Detrás de este estallido cultural leo una necesidad de afirmación y de reconocimiento que ha estado allí siempre, pero ahora ha salido a tomarse el mundo. Por eso la pintura en las calles y en los muros.
En el paro los jóvenes reclamaron derechos sociales, pero también su derecho a existir, a manifestarse con su arte, a ser como son sin atender a una sociedad que ha mirado con desprecio a buena parte de sus ciudadanos. Ese grito de “aquí estoy” y “yo soy” no se apaga fácilmente. En la generación que salió a protestar algo cambió. En nuestra sociedad algo está cambiando. Mientras más nos demoremos en entender, más difícil será para todos. Las transformaciones culturales caminan más allá de lo evidente: más allá de las vías bloqueadas y de diálogos frustrados entre dirigentes de otro siglo. Es una lástima que se pague con tantas vidas y tanto dolor este reclamo. Mientras comenzaba a escribir esta columna asesinaron al cantante Junior Jein y ruego que no se silencien más voces. Necesitamos esa música. Los jóvenes vienen pisando fuerte y es mejor que los viejos ayudemos o vayamos despejando el camino.