El Espectador

La lógica de los bloques y el peligro para la democracia

- CARLOS GRANÉS

EL PROBLEMA ESTABA AHÍ DESDE hace mucho y la pandemia no ha hecho más que agudizarlo. En América Latina hay grandes focos de población que no se sienten representa­dos por las élites en el poder, que dudan del trato igualitari­o que van a recibir de las institucio­nes y a quienes las voces públicas que hablan de la separación de poderes, de la seguridad jurídica, del PIB o de la inversión extranjera no les dicen nada porque no tocan los problemas concretos de su existencia. Estos sectores, como es obvio, pueden no tener voz pero sí tienen voto, y a lo largo de las últimas dos décadas han sido un botín codiciado por nuevos políticos que, aprovechan­do el descuido de sus rivales, han sabido activarlos políticame­nte con los resultados que sabemos: grandes triunfos de la izquierda populista.

La gran brecha que se está abriendo en el continente, y que debería cerrarse ya mismo, es la que divide a esos dos bloques. Uno que demuestra mucho celo por la macroecono­mía y por la calidad democrátic­a, y otro que desprecia esa formalidad por parecerle una simple barrera que impide el cambio social. De un lado tenemos a defensores de las institucio­nes y de otro a los defensores del pueblo, por eso el triunfo del primero se vive como una derrota de los excluidos, que seguirán estándolo, y una victoria del segundo alerta sobre posibles vicios para la democracia, que de inocularse la dejarán convertida en un cascarón vacío. Democracia y statu quo, por un lado; relevo de élites y agonía del sistema, por el otro. Enquistado­s en ese dilema, cada vez que hay unas elecciones nos enfrentamo­s al juicio final.

Hasta en España se ha somatizado una lógica parecida, como lo demostraba­n los eslóganes de la última campaña madrileña: “Libertad o comunismo” y “Democracia o fascismo”. La diferencia es que en España todo era un juego impúdico que nadie se tomaba en serio, mientras que en América Latina la libertad y la democracia sí pueden verse amenazadas, como en el Perú hoy mismo, por el fascismo y el comunismo. El centro desapareci­ó en este país y tanto la izquierda democrátic­a como la derecha democrátic­a acabaron tomando partido por opciones dudosas. En lugar de resistirse al extremo, poner en guardia a la opinión pública y ejercer la vigilancia ciudadana, unos y otros acabaron escogiendo bando e intentando vender su candidato como la esencia de la libertad o la garantía de la democracia, cuando ambos son un absoluto horror.

Lo más grave es que en el plano internacio­nal viene ocurriendo lo mismo. La izquierda latinoamer­icana actúa en bloque y los decentes callan ante las miserias de Ortega o de Maduro, mientras la derecha acoge, como si no tuviera un pasado inmediato execrable, a Keiko Fujimori. En el momento en que la disyuntiva latinoamer­icana sea escoger en cada país al representa­nte de uno u otro bando, podemos empezar a decirle adiós a la convivenci­a y segurament­e a la calidad de las democracia­s. El sectarismo ideológico perdona todos los errores del propio lado y ve un engendro demoníaco hasta en los aciertos del contrario. Nunca ha sido más urgente la existencia de un centro que modere a los extremos, y quien salga con la bobería de la tibieza que pregunte cómo están el clima social y la coexistenc­ia hoy en el Perú.

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