El realismo lírico de Laura Ortiz Gómez
La escritora e ilustradora colombiana sorprende con su premiado libro de cuentos “Sofoco”, el aterrizaje de su joven vida dedicada a la poesía y al encuentro con las comunidades campesinas de Colombia.
El río de la palabra iba a volver. Estaba en suspenso entre los escondrijos de la memoria, rodando entre la vida y el deber, hasta que en Buenos Aires encontró su cauce y nació Sofoco, su libro de cuentos galardonado con el Premio Nacional de Narrativa Elisa Mujica. El jurado reconoció en la de Laura Ortiz Gómez “una voz potente de gran fuerza poética y narrativa, con una mirada original a la tierra, a la memoria, a la naturaleza, a la violencia”. A la Colombia en la que creció oyendo hablar de la guerra de Pablo Escobar o la cacería de los capos de Cali, mientras sobrevivía leyendo Sobre héroes y tumbas, de Sábato, en un colegio de niñas gomelas y el oxígeno de las clases de Ana María Corrales.
Cuando le dijo a su mamá que se quería cambiar de colegio, ella le contestó con firmeza: “Consíguelo tú”. Y así fue. Pero en el interludio de su reencuentro con la ternura, como define el proceso, la poesía entró a su ser sin pedir permiso. La invitaron a un taller en Usaquén y, junto a Federico Cóndor y un grupo de hombres y mujeres mayores que la adoptaron como la niña dispuesta a subvertir la gramática, encontró que ya no quería ser contestataria ni profesarse de Rimbaud o Baudelaire, sino sentir la corteza de los árboles y escribir versos sin sentido distinto a maniobrar en el verdor del lenguaje. En un domingo atrasado de antología quedaron dispersas sus inconformidades.
Hasta que la profesora Ana María Corrales la llevó a conocer a un amigo: Leopoldo Gamba, de la entraña del liceo Juan Ramón Jiménez, donde entendió que no había razón para seguir enojada. Todo pasó después en su vida leyendo a Novalis y Gogol en la clase del profesor Juan Carlos Rodríguez, o en los cursos opcionales en los que conoció el tiempo perdido de Proust y la generación del 27 de García Lorca. Cuando terminó su bachillerato, en 2004, su ruta inequívoca era la literatura, pero todos los que querían saber qué iba a estudiar le preguntaban después lo mismo: “¿Y de qué vas a vivir?”. De nuevo su madre, Ana Cecilia, le señaló el camino: “Sigue tu pasión, sé valiente”, y terminó matriculada en la Universidad Javeriana para estudiar Literatura.
No fue fácil el tránsito por la academia, darse cuenta de que todo ya estaba escrito por Kafka, Joyce, Woolf, Huidobro o Borges, y que el encuentro con la grandeza de la tradición literaria había cortado de tajo su balbuceo surrealista. Pero fue también un tiempo para entender la lectura profunda o la filosofía del lenguaje, mientras la universidad le daba el trasluz para romper el bloqueo de su palabra. La cátedra opcional de las Artes Plásticas, donde encontró la ruta paralela que le ayudó a recorrer después en su taller el maestro Ródez. El aprendizaje de los pinceles, las tintas, las texturas, el papel o el lienzo en blanco para sus dibujos tan libres e indescifrables como sus poemas.
En esas vueltas de trazos rebeldes y contención en la palabra, llegó el momento del desembarco en el mundo adulto. La crisis de sentir que lo suyo no era rentable ni útil para la gente. Con el agravante de que no le atraía la investigación académica ni tampoco subir en la balanza de la intelectualidad. La salida fue irse de Bogotá. Se enteró de que los jesuitas ofrecían un semestre social, y en 2011, a sus 24 años, terminó entre las comunidades de Nariño apoyando proyectos de desarrollo sostenible. Junto al sacerdote José Alejandro Aguilar, con algo de agroecología, otro tanto de ayuda social y, en los entretelones, a espaldas del volcán Galeras, las historias alucinantes de la gente.
Era una época tensa en la región: se sentía el rigor de la guerra y el tránsito de los cultivos de coca, pero en el escenario de las bibliotecas públicas de Pasto y sus municipios vecinos, en el acompañamiento a las comunidades de las lecturas de textos, fue encontrando el molde para recobrar la brújula de la literatura. En compañía de su amiga Sara Ríos elaboraron su Cuento común, historia oral de una vereda de Consacá contada por los abuelos campesinos, con hilo narrativo y empaste suficiente para ser aprobado como trabajo de grado. Después de la experiencia de Nariño, Laura Ortiz Gómez tuvo claro que su palabra solo iba a renacer entre la reincidencia de los libros y la voz de la gente.
Por los correos de pasantes terminó convocada por la Red Nacional de Bibliotecas y aprendió a diversificar el portafolio de la literatura. Aulas de literatura infantil, sesiones de lectura en familia, la hora del cuento en los jardines, clubes para la tercera edad, centros juveniles... Una baraja de prácticas en San Cristóbal u Orquídeas, al nororiente de Bogotá, y después en el rosario de los bellos pueblos de Boyacá. Al sexto mes se enteró de una beca del Ministerio de Cultura para trabajar en bibliotecas rurales y entró a otra constelación decisiva. Fue a Tierradentro (Cauca), para aprender y enseñar en una biblioteca pública hecha en guadua, Premio Nacional de Arquitectura.
Momento de asombro ante el universo indígena nasa, que asimiló entre actividades de cineclub, fiestas de lectura o reseña de libros en la casa del pueblo, con la escucha atenta a la cadencia de los relatos. Después de la beca vinieron algunos años como deambulante. Con las comunidades negras del Pacífico, entre las madres comunitarias de Aguablanca o Siloé, en Cali, o en las llanuras del Casanare. De aquí para allá reclutando lectores en los pueblos, hasta que un día se vio agotada y sin voluntad al comprobar que pedaleaba en una bicicleta estática. Hacía perifoneo, radionovela, pero peleaba a diario con los alcaldes hasta para que pusieran papel higiénico en las bibliotecas.
Una noche en Garagoa (Boyacá), con la sensación de que sus ideas viajaban atomizadas y tenía la cabeza vacía como un coco, renunció a la promoción de lectura con BibloRed y la Red Nacional de Bibliotecas
››Por los correos de pasantes terminó convocada por la Red Nacional de Bibliotecas y aprendió a diversificar el portafolio de la literatura. Aulas de literatura infantil, sesiones de lectura en familia...