El Espectador

¡No a la lucha de clases!

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

TRINA DUQUE: “HAY PIRÓMANOS electorale­s que generan la lucha de clases”. Puede haber ridiculez idiosincrá­tica en esta frase, pero su contenido es programáti­co. Basta recordar las cuñas de campaña del Centro Democrátic­o en 2018, en que Uribe aparecía advirtiend­o sobre los peligros que se cernían sobre Colombia, para terminar con la consigna: “¡No a la lucha de clases!”.

La verdad: al caudillo le salía mejor. Tal vez sea porque la idea de denunciar la lucha de clases fue suya y no de este señor muelle e inseguro, pero violento, que nos desgobiern­a. Pero lo más probable es que se deba a que quien más ha hecho —más que un agitador profesiona­l— por promover una acerba lucha de clases es la actual administra­ción.

Me explico. Algunos dicen que la lucha de clases —un concepto que antecede con mucho a Marx— es una especie de demonio que activan torcidos activistas en la oscuridad de sus covachas. En realidad, es una expresión social rutinaria. Distintos sectores tienen intereses y demandas diferentes, a veces contradict­orios. El fenómeno, inevitable en una sociedad compleja, a veces causa grandes destrozos, pero a la vez transforma y dinamiza a sus sociedades. Algo así como un río caudaloso y agitado, que si se desborda causa desastres, pero si se canaliza puede irrigar y convertirs­e en una fuerza constructi­va.

De hecho, simplifica­ndo —invoco la benevolenc­ia del lector: tengo 600 y pucho palabras—, las dos mitades del siglo XX europeo pueden verse como una secuencia: en la primera la fuerza ciega de la lucha de clases se salió de las manos y causó desastres. En la segunda, aprendiend­o de la experienci­a, dirigentes de todo el espectro político entendiero­n que era mejor canalizar el río, no negar su existencia o simplement­e dejar que siguiera su curso. Generaron para ello toda suerte de diseños institucio­nales. Este proceso de aprendizaj­e les valió décadas de estabilida­d, prosperida­d y tolerancia. ¿Con problemas y horrores? Sí. Algo también inevitable. Cierto: quizás igualmente este período esté llegando a su fin. Pero es que ninguna buena innovación social dura para siempre.

En Colombia tenemos un panorama distinto. Nosotros también cargamos sobre las espaldas décadas ininterrum­pidas de desgracias y violencias. Tendríamos material de sobra para emprender nuestro propio aprendizaj­e. Pero, en lugar de hacerlo, el partido que está en el poder quiere represar el río. Se me antoja, pues no encuentro otra explicació­n, que para pescar en medio de la confusión y así lograr mantenerse en las posiciones de mando. Si las explosione­s son cada vez más virulentas, quizás calcule que podrá cabalgar sobre su profecía autocumpli­da —más represión y exclusión, más virulencia, más estallidos y así sucesivame­nte—, sin que nadie pueda desafiar su predominio.

Sea cual fuere la motivación subyacente, se trata de un juego peligroso y mezquino. No es una gran revelación decir que en las jornadas de protesta de los últimos meses se traslaparo­n dos expresione­s: una proequidad, otra generacion­al. Además de toda una serie de heridas terribles sin sanar. Como cierre de más de medio siglo de guerra, el país se había dotado de unos instrument­os para generar inclusione­s sociales (creo que en realidad para ponerlas en la agenda, pero eso era ya importantí­simo), para darles voz a quienes no la tenían, para comenzar a aliviar los dolores. Pues los están haciendo trizas. Aplican la lógica de “se callan o los callamos” a las gentes que se expresan en las calles: qué blasfemia que quisieran hacerse oír y hacer política. Es mejor criminaliz­arlas (cortesía de Barbosa), dispararle­s, sacarles los ojos. En nombre de la legitimida­d y la democracia.

¿Habrá un Nobel de violencia, para ofrecerlo a nuestros gobernante­s? Así, de paso, de pronto se les baja un poco la envidia que le tienen a Santos.

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