Tan occidental como tu Mac
AHORA QUE NOS HEMOS VUELTO decoloniales, por fin podemos decir que somos del todo occidentales. Parece contradictorio, pero en realidad no lo es. La fantasía decolonial es el sueño de Occidente, su sueño secreto, su sueño transgresor. Nada más occidental que odiar a Europa o a Estados Unidos e idealizar lo puro, lo no contaminado por la Modernidad ni por el capitalismo ni por la industrialización ni por todos esos vicios —el individualismo, la competencia, el anhelo de poder— que inoculan. La Modernidad es como la Luna, tiene dos caras, una luminosa y otra oscura; una que pide razón, universalidad, objetividad, y otra que se rebela contra todo esto. Una es ilustrada, la otra es romántica. Desconfía de la ciencia que generaliza y se deleita con la etnología que particulariza. Entra en éxtasis con todo lo que no es ella misma, con lo diferente, lo exótico, lo remoto; con aquello que parece libre de los vicios que contagia su hermana.
Porque, sí, la Ilustración y el Romanticismo son hijos de la misma madre. Puede que se odien, pero han compartido la misma cuna europea. Los dos son tan occidentales como el Mac en el que mis amigos académicos redactan sus papers decoloniales para revistas indexadas, algo que yo celebro porque demuestra lo occidentales que se han vuelto. No hay nada más moderno, capitalista y hasta europeo que alabar lo no occidental para vivir, tan bien como se pueda, al modo occidental. Es más, no hay nada más blanco que soñar con invasiones bárbaras que aniquilen lo blanco y que purifiquen la sociedad. Los surrealistas fueron los primeros en verbalizar esa fantasía. Sin pelos en la lengua, invocaron a Oriente para que arrasara Europa. Paul Éluard y Robert Desnos defendieron la violencia anticolonial y la guillotina para el hombre blanco, y Sartre no tardó en unirse al fervor poscolonial celebrando el asesinato del europeo. Dos pájaros de un tiro, dijo: matando al hombre blanco se suprimía al opresor y al oprimido.
William Burroughs no mató al hombre blanco, solo a su esposa, pero también fue un impenitente impugnador del estilo de vida yanqui, del consumismo y del conformismo. A Colombia vino en busca del yagé mágico, convencido de que la planta le iba a dar poderes telepáticos. Como toda la generación beat, también él vertió sus esperanzas emancipadoras en el exotismo tercermundista. Aunque sin malditismo ni gota de talento literario, ahora son los wokes de las más elitistas universidades yanquis los que están en guerra contra lo blanco. Quieren purificarse de unos supuestos privilegios que vienen gratis con el color de piel, una idea que extrañamente no les parece racista sino progre.
Es a esta lista de impugnadores de Occidente y del hombre blanco que ahora se suman los decolonialistas latinoamericanos. Y en buena hora. Se nos hacía tarde para demostrar que no éramos menos y que también podíamos ser modernos de esa forma, odiando la Modernidad y anhelando lo no occidental, el sentipensamiento, el buen vivir, los saberes otros y, en general, esos dones exclusivos de los no contaminados. El romanticismo también es cosa nuestra, por lo visto. Mis amigos decolonialistas son la cara rebelde de ese legado europeo, la inconforme, la incómoda consigo misma; moderna, al fin y al cabo, y tan blanca como la Luna.