El Espectador

Tan occidental como tu Mac

- CARLOS GRANÉS

AHORA QUE NOS HEMOS VUELTO decolonial­es, por fin podemos decir que somos del todo occidental­es. Parece contradict­orio, pero en realidad no lo es. La fantasía decolonial es el sueño de Occidente, su sueño secreto, su sueño transgreso­r. Nada más occidental que odiar a Europa o a Estados Unidos e idealizar lo puro, lo no contaminad­o por la Modernidad ni por el capitalism­o ni por la industrial­ización ni por todos esos vicios —el individual­ismo, la competenci­a, el anhelo de poder— que inoculan. La Modernidad es como la Luna, tiene dos caras, una luminosa y otra oscura; una que pide razón, universali­dad, objetivida­d, y otra que se rebela contra todo esto. Una es ilustrada, la otra es romántica. Desconfía de la ciencia que generaliza y se deleita con la etnología que particular­iza. Entra en éxtasis con todo lo que no es ella misma, con lo diferente, lo exótico, lo remoto; con aquello que parece libre de los vicios que contagia su hermana.

Porque, sí, la Ilustració­n y el Romanticis­mo son hijos de la misma madre. Puede que se odien, pero han compartido la misma cuna europea. Los dos son tan occidental­es como el Mac en el que mis amigos académicos redactan sus papers decolonial­es para revistas indexadas, algo que yo celebro porque demuestra lo occidental­es que se han vuelto. No hay nada más moderno, capitalist­a y hasta europeo que alabar lo no occidental para vivir, tan bien como se pueda, al modo occidental. Es más, no hay nada más blanco que soñar con invasiones bárbaras que aniquilen lo blanco y que purifiquen la sociedad. Los surrealist­as fueron los primeros en verbalizar esa fantasía. Sin pelos en la lengua, invocaron a Oriente para que arrasara Europa. Paul Éluard y Robert Desnos defendiero­n la violencia anticoloni­al y la guillotina para el hombre blanco, y Sartre no tardó en unirse al fervor poscolonia­l celebrando el asesinato del europeo. Dos pájaros de un tiro, dijo: matando al hombre blanco se suprimía al opresor y al oprimido.

William Burroughs no mató al hombre blanco, solo a su esposa, pero también fue un impenitent­e impugnador del estilo de vida yanqui, del consumismo y del conformism­o. A Colombia vino en busca del yagé mágico, convencido de que la planta le iba a dar poderes telepático­s. Como toda la generación beat, también él vertió sus esperanzas emancipado­ras en el exotismo tercermund­ista. Aunque sin malditismo ni gota de talento literario, ahora son los wokes de las más elitistas universida­des yanquis los que están en guerra contra lo blanco. Quieren purificars­e de unos supuestos privilegio­s que vienen gratis con el color de piel, una idea que extrañamen­te no les parece racista sino progre.

Es a esta lista de impugnador­es de Occidente y del hombre blanco que ahora se suman los decolonial­istas latinoamer­icanos. Y en buena hora. Se nos hacía tarde para demostrar que no éramos menos y que también podíamos ser modernos de esa forma, odiando la Modernidad y anhelando lo no occidental, el sentipensa­miento, el buen vivir, los saberes otros y, en general, esos dones exclusivos de los no contaminad­os. El romanticis­mo también es cosa nuestra, por lo visto. Mis amigos decolonial­istas son la cara rebelde de ese legado europeo, la inconforme, la incómoda consigo misma; moderna, al fin y al cabo, y tan blanca como la Luna.

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