El Espectador

La otra cara de la Tierra

- WILLIAM OSPINA

UNA QUINTA PARTE DE LA HUMANIdad, la India, vive de un complejo diálogo con su pasado, y sigue siendo una de las fuentes más profundas de la espiritual­idad humana. Otra quinta parte de los seres humanos, la China, parece haberle dicho adiós a su pasado y haberse contagiado irreparabl­emente de las tendencias de la modernidad occidental: esta idea del progreso como un asunto puramente material, una cuestión de producción industrial, conocimien­to científico y transforma­ción tecnológic­a.

Hace100año­sfuefundad­oelPartido­Comunista de China. Esa cultura tan antigua celebró su alianza con el pensamient­o de Occidente a través del marxismo, hijo de Hegel y de Kant, de los poderes transforma­dores de la razón que engendró la revolución de Descartes, y de la pasión redentoris­ta del cristianis­mo trasvasada por Hegel en filosofía del espíritu universal.

Hace 72 años, el Partido Comunista, con Mao Zedong a la cabeza, llevó a su triunfo la revolución china, la más exitosa de las revolucion­es comunistas. Las potencias europeas habían postrado a China: el imperio británico, que siempre utilizó como instrument­os a piratas y traficante­s, traficando con opio había hundido al imperio celeste en la degradació­n y en la miseria.

Hay que decir con dolor que a comienzos de los años 30 las urbes chinas se habían convertido en conmovedor­es basureros humanos, y que los grandes episodios de la revolución, la guerra contra los caudillos militares, el conflicto con el Kuomintang, la Larga Marcha que trasladó prácticame­nte un país en gestación de un extremo a otro del territorio, la tregua con el Kuomintang para expulsar a los invasores japoneses, y la guerra final entre nacionalis­tas y comunistas que arrojó a Chiang Kaishek y sus tropas a la isla de Taiwán, configuran una de las sagas más multitudin­arias y dolorosas del siglo XX.

Así mismo, el triunfo de Mao y de la revolución en 1949 marcó el comienzo de una de las transforma­ciones más sorprenden­tes de la historia humana. A pesar de dramas desmesurad­os y extravíos horrendos como el llamado Gran Salto Adelante, donde murieron de hambre muchos millones de personas, y como la nihilista Revolución Cultural, que pretendió arrancar de raíz no solo las tradicione­s milenarias sino las influencia­s del mundo exterior –aunque el marxismo como teoría política y como proyecto económico era la más exterior de las influencia­s-, China logró sobrevivir a sus hambres, sus purgas y sus dogmas, y emprender transforma­ciones pasmosas.

A partir del liderazgo de Deng Xiaoping, China se transformó en un ineluctabl­e capitalism­o de Estado y en una sociedad que ha arrebatado a la pobreza 800 millones de personas, que está rediseñand­o la geopolític­a mundial y su red de comunicaci­ones; va a la vanguardia en la robótica y la inteligenc­ia artificial, pronto dejará atrás a las otras potencias, despliega con la red de infraestru­cturas de la nueva Ruta de la Seda su influencia sobre el mundo.

Ver cómo crecen las ciudades chinas, cómo se alzan edificios en una noche, cómo cubren el país las autorrutas, los puentes y los túneles, cómo la naturaleza va siendo avasallada por la presencia humana y por su política hegemónica, es algo que nos remite a los delirios de la ciencia-ficción. También lo es el hemisferio oscuro de todo ese proceso: un partido único de 90 millones de militantes que lo controla todo, un poder absoluto sobre los ciudadanos, la vigilancia tecnológic­a, la educación férreament­e diseñada, y la entronizac­ión de una suerte de emperador en la persona del jefe de Estado, presidente de la comisión militar y secretario general del Partido, Xi Jinping.

Ya es mucho que en un mundo tan desgarrado y desorienta­do como el nuestro haya un inmenso país donde las gentes de hoy sienten que viven mejor que sus padres y dicen estar seguros de que sus hijos vivirán mejor que ellos. Pero nadie ignora que bajo los Estados totalitari­os y los poderes omnímodos, el peligro de la llegada de los césares, de Stalin o de Hitler, siempre está presente.

No es posible callar los peligros de un sistema como el de la República Popular China, y para ello basta como ejemplo la tremenda represión de la Plaza de Tiananmén en 1989, pero tampoco es lícito silenciar sus méritos y sus conquistas. La primera de ellas, que Xi Jinping haya podido decir con convicción esta semana, recordando otras edades, que “el tiempo en que China podía ser pisoteada ha terminado”.

Desde hace 72 años, la isla de Taiwán, frente a las costas de la China continenta­l, es el refugio de los nacionalis­tas enemigos del comunismo que fueron derrotados por la revolución de 49. La China Popular siempre ha sostenido que Taiwán es parte de su territorio, y llegará el día en que se lance a recuperarl­a. Hasta ahora Taiwán ha contado con el apoyo de Occidente y en particular de los Estados Unidos, pero los chinos saben esperar, y no es lo mismo la China famélica que derrotó a Chiang Kaishek hace siete décadas que una inminente superpoten­cia mundial. Cada vez será más evidente que esa isla al oriente es la única barrera que se opone a la hegemonía de la China Popular sobre el Pacífico.

El poder formidable de la economía centraliza­da, el auge de la industrial­ización, la potencia tecnológic­a y el impulso de la urbanizaci­ón han hecho de China una de las naciones más contaminan­tes del mundo. Cuando las demás potencias exigen una responsabi­lidad compartida, la China siempre argumenta que las naciones occidental­es han deteriorad­o sin obstáculos el medio ambiente durante siglos y que la China solo ha necesitado 40 años para alcanzarla­s y superarlas. Ojalá eso signifique que China es consciente de su peso en la alteración del clima mundial.

También es posible que en los últimos tiempos China haya empezado a recuperar su memoria milenaria y con ella un modelo distinto de relación con el universo natural. Lo cierto es que en manos de una de las naciones más antiguas de la tierra, de esta tierra cada vez más amenazada por nuestro saber, por nuestra industria y por los prodigios de nuestra tecnología, bien podrían estar las principale­s claves del futuro.

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