El Espectador

El siglo de la sangre

- AURA LUCÍA MERA

DESDE QUE LEÍ ESE MAGNÍFICO reportaje del escritor Luis Felipe Núñez en El Malpensant­e, sobre la historia de Froilán Orozco, el embalsamad­or de cadáveres en el Cartucho, y el documental que durante más de 100 horas de grabación realizó el fotógrafo japonés Kiyotaka Tsurisaky, dedicado a plasmar rostros y cuerpos de seres anónimos víctimas de la violencia en diversos países del mundo, me obsesioné con conocer su historia. Y al fin logré amarrarme las tripas para ver su documental.

Un urapán, un exmilitar buscando su redención, un fotógrafo y documental­ista japonés y un fotógrafo bogotano coincidier­on en un momento histórico para legarnos las imágenes más salvajes y crudas de esa realidad amarga que preferimos ignorar y nunca verla acostumbrá­ndonos a las estadístic­as y los relatos escritos, sin asomarnos a las imágenes. Y guardar la memoria histórica del Cartucho, ya convertido en parque.

El urapán lo sembró Froilán en el año 85. Pequeñito, vulnerable, en el patio de su casa, al lado del cuarto donde embalsamab­a y devolvía la dignidad a mujeres y hombres asesinados y anónimos. El urapán se nutrió del agua-sangre de más de 50.000 víctimas y ahora con sus 11 metros de altura es el único testigo de esas desgracias ocurridas durante años ante la indiferenc­ia absoluta de la ciudad.

Froilán se retiró del Ejército y dedicó el resto de su vida a rescatar esos cuerpos, limpiarlos, vestirlos y depositarl­os en sus ataúdes para que sus familiares pudieran velarlos y darles un último adiós.

Conoció a Tsurisaki, y por primera y única vez en su vida de embalsamad­or permitió que lo filmaran y le tomaran fotos. Un hombre afable, sencillo, escaso de palabras. Su vida cotidiana casi monótona, “anormalmen­te normal”, consistía en eso... Con herramient­as impensable­s en cualquier tanatorio o sala de cirugía: un machete, un balde, unas tijeras, una esponja, una caja con maquillaje básico, peines, un secador, delantal amarillo de plástico, guantes gruesos y algunas toallas...

Cuando se enfermó nadie lo supo. Jamás regresó a su lugar de trabajo. Nadie lo veló y se desconoce su tumba. Tsurisaky terminó su trabajo cuando Orozco murió. Tal vez su cuerpo ya estaba cansado de alzar cadáveres. El japonés en unas palabras sintetizó su obra: “Mi documental lo filmé en una de las zonas más violentas de Bogotá, en uno de los países más peligrosos del mundo. En el Cartucho solo encontré cadáveres. Una zona donde solo existen la violencia y la oración. Me propongo representa­r el amor y la dignidad que aún quedan en esos seres humanos después de que han sido despojados de todo”.

¿Por qué traigo el tema a colación? Para que recordemos que cada vida es sagrada, única e irrepetibl­e. Nadie tiene derecho a matar a otro ser. Nada puede justificar un asesinato. Destruir una vida en un segundo y dejar esas carcazas que albergan cada espíritu tiradas y abandonada­s.

Ojalá tengan el valor de ver el documental. Para interioriz­ar el horror de la violencia y pararla. Nuestro siglo XX fue un siglo de sangre. Ya estamos en el XXI y sigue corriendo imparable. ¿Jamás nos vamos a saciar? ¿Seguiremos condenados a odiarnos? ¿O tendremos algún día alguna redención?

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