El golpe que incitaron los discursos del odio
En estos tiempos de verborrea de los líderes partidistas, es útil recordar la gravedad de lo que ocurrió hace 77 años en el país a causa del sectarismo, los discursos del odio y la irresponsabilidad de los políticos.
En una madrugada de 1944 que habría merecido figurar en la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges, unos militares encabezados por el coronel Luis Manuel Agudelo y el capitán José Gregorio Quintero irrumpieron en la habitación del Hotel Niza de Pasto donde estaba hospedado el presidente Alfonso López Pumarejo, lo apresaron y le exigieron renunciar.
No lograron su propósito, pues la presencia de ánimo del presidente impidió que la acción pasara a mayores y la reacción de la autoridad civil liderada por el ministro de Gobierno, Alberto Lleras Camargo, puso fin a la insurrección en pocas horas. Pero “el golpe de Pasto” desnudó el alcance de la saña que los adversarios políticos de López, encabezados por el jefe conservador Laureano Gómez, generaron contra su gobierno en varios sectores de la sociedad, incluyendo a las Fuerzas Armadas.
Desde las páginas de El Siglo y la tribuna de su curul en el Senado, Gómez se empeñó en una campaña intolerante contra López que no se limitó a cuestionar sus decisiones de gobernante, sino que se extendió al terreno de la ofensa personal y la subversión del orden constitucional. En uno de sus ataques acusó a López del asesinato del boxeador Francisco A. Pérez, alias Mamatoco, ocurrido en Bogotá el 15 de julio de 1943, porque los sindicados de cometerlo eran miembros de la Policía.
Clima de terror
La orden de Gómez a los conservadores de “hacer invivible la República” y sus llamados a la “acción intrépida” sin excluir el atentado personal crearon un clima de terror, alimentado además por el hallazgo de bombas ocultas en varias dependencias del Estado y el atentado contra el juez cuarto del circuito en lo penal, José Ignacio Caicedo, que se atrevió a enviar a Gómez
a la cárcel a comienzos de
1944.
La decisión del juez, que condujo a la reclusión de Gómez durante 26 horas en la Primera División de Policía de Bogotá y a serios disturbios provocados por los conservadores en respuesta a su detención, obedeció a que el jefe conservador fue hallado culpable de calumniar al ministro Lleras Camargo al acusarlo de intervenir en el manejo del expediente de “Mamatoco”.
El motivo de las arremetidas conservadoras fue la transformación de las instituciones y la sociedad impulsada por el gobierno progresista y modernizador de López Pumarejo para liquidar los vestigios coloniales que aún pesaban sobre el país y ponerlo al día en concordancia con los adelantos del siglo XX. Ese programa, que se llamó La Revolución en Marcha, hizo temblar hasta sus cimientos a la vieja República Conservadora al intentar la redistribución de la propiedad de la tierra, abrir el sistema político a todas las ideas, garantizar los derechos de los trabajadores y limitar la tutela de la iglesia católica sobre la educación y la vida civil.
Enfrentado a enemigos tan formidables, López fue reelegido en 1942 por un movimiento popular que cobró fuerza por las realizaciones de su primera administración, entre 1934 y 1938, pero la oposición no le dio un minuto de tregua en su segundo gobierno, iniciado en 1942. Esto agudizó el enfrentamiento entre las dos doctrinas políticas que se disputaron el poder en todas las guerras civiles: la defendida por los liberales, partidarios de la libertad de cultos, de prensa y de enseñanza, así como de una reforma radical del Estado para crear una sociedad igualitaria, y la que impusieron hasta 1930 los gobiernos conservadores aliados con la iglesia, los terratenientes y el Ejército.
El 10 de julio
Ni siquiera la pausa en las reformas que hizo el gobierno de Eduardo Santos entre 1938 y 1942, ni la actitud conciliadora de López al asumir por segunda vez la presidencia fueron suficientes para contrarrestar los discursos del odio del laureanismo. Estos hallaron eco, al fin, en el seno de las Fuerzas Armadas cuando en ellas se alentó la idea de que cumplirían un deber patriótico poniendo fin al gobierno liberal. Así llegó el 10 de julio de 1944.
El coronel Diógenes Gil y el teniente coronel Luis Manuel Agudelo fueron los responsables de ejecutar la misión. El lugar señalado fue la ciudad de Pasto y la oportunidad fue la visita del presidente para presenciar allí unas maniobras militares. López llegó el 9 de julio y encontró a Pasto en un ambiente tenso, provocado por actos hostiles al gobierno protagonizadas por reservistas en el centro de la ciudad. Salieron tropas a las calles y un batallón rodeó el hotel donde se hospedaban López y su comitiva, integrada por el embajador en Ecuador, Alberto González, el ministro de Trabajo, Adán Arriaga
Andrade, el jefe de la Casa Militar, coronel Pinzón, y Fernando López, hijo del presidente.
A las tres y media de la madrugada se oyeron golpes en la puerta de la habitación del presidente y acto seguido apareció en el umbral el coronel Agudelo, quien dijo al mandatario que había estallado una rebelión contra su gobierno y que tenía un plazo de dos horas para renunciar. Sin inmutarse, López tomó una ducha de agua fría, se afeitó y se vistió, a la espera de lo que ocurriría después, mientras los miembros de su comitiva también eran detenidos y todos puestos bajo la custodia de centinelas.
Agudelo se reunió luego con Gil, quien dirigía los hilos de la conspiración, y decidieron trasladar al presidente y sus acompañantes a Popayán. Después de dos horas de viaje en dos automóviles, los conductores recibieron la orden de regresar a Pasto, pasaron por la ciudad y continuaron al sur hasta la hacienda Consacá, propiedad de la familia Buchelli, a la cual llegaron a las seis de la tarde. Durante buena parte de este trayecto, según lo atestiguaron sus acompañantes, el presidente durmió. Los hermanos Buchelli, reconocidos conservadores, atendieron al mandatario y su comitiva con muestras de cortesía.
Final de comedia
El día siguiente llegó a la hacienda el capitán Rafael Navas Pardo y conferenció largamente con el presidente. En el jeep del futuro miembro de la Junta Militar de 1957 el mandatario fue conducido después a Popayán. En el camino les salió al encuentro un automóvil particular del cual descendió el coronel Gil.
El jefe de la insurrección pretendía aún estar dirigiendo un golpe victorioso, pero lo que protagonizó fue un final de comedia. Dijo a López que la situación era grave pero que se podía arreglar si lo nombraba ministro de Guerra. La respuesta de López le debió retumbar en los oídos por largo tiempo:
- “¿Olvida usted que soy el presidente de la República?”
El golpe no había sido derrotado a cañonazos ni con ráfagas de fusil sino por medio de un micrófono y con la sola voz del ministro Alberto Lleras, que en palabras convincentes tranquilizó a la población, disuadió a los militares que podían alentar alguna simpatía hacia los conspiradores y superó la crisis. Laureano Gómez salió al exilio y los golpistas fueron sometidos a consejos de guerra y condenados a prisión. En el ambiente quedó una sensación de zozobra por el riesgo en que los discursos del odio habían puesto a la democracia colombiana.