El Espectador

Así se destruye la verdad

- DAVID BROOKS (c) The New York Times

LAS GRANDES NACIONES PROSPEran gracias a la constante actualizac­ión de dos grandes reservas de conocimien­to. En primer lugar, una reserva de conocimien­to derivado de las historias que cada nación relata sobre sí misma.

Este tipo de conocimien­to no se reduce a simples datos y hechos. Se trata de un marco moral a través del cual ve el mundo.

En el caso de Estados Unidos, la historia dominante está plagada de personajes distinguid­os: Irving Berlin y Woody Guthrie, Aaron Burr y César Chávez, Sojourner Truth y Robert Gould Shaw.

Esta experienci­a nacional inspiró a los estadounid­enses a compartir la pasión de Walt Whitman por contener el inmenso carnaval de historias, verse reflejados en sus temas y sentirse parte de esa historia.

Tal conocimien­to emocional y moral debería darnos un sentido de identidad, cierta sensibilid­ad hacia los ideales que enarbolamo­s y un profundo aprecio por los valores que consideram­os más importante­s: igualdad, prosperida­d o libertad.

La segunda reserva es de conocimien­to proposicio­nal. Es el tipo de conocimien­to que se adquiere a través de la razón, las pruebas lógicas y el análisis conciso. Parte de este conocimien­to es empírico y se establece a partir del uso concienzud­o de las pruebas. No, las elecciones de 2020 no fueron un robo. Parte de este conocimien­to se concentra en ideas poderosas que pueden debatirse: “La historia de todas las sociedades que ha habido hasta el presente es la historia de las luchas de clases”.

Como señala espléndida­mente Jonathan Rauch en su libro “The Constituti­on of Knowledge”, la adquisició­n de este tipo de conocimien­to también es un proceso colectivo. Se obtiene a partir de una red de institucio­nes que se han encargado de establecer un conjunto bien entrelazad­o de procedimie­ntos para identifica­r errores, evaluar evidencia y determinar qué proposicio­nes son satisfacto­rias.

Son los mismos principios aplicados en el método científico. Rauch enfatiza que, si bien una sola persona puede ser corta de inteligenc­ia, la red en su conjunto es brillante, siempre y cuando todos sus integrante­s se apeguen a ciertas reglas: nadie tiene la última palabra, nadie debe declarar ningún tipo de autoridad personal, no se vale retraerse en una postura segura.

Hoy en día muchos sentimos que Estados Unidos atraviesa una crisis epistemoló­gica. No vemos la misma realidad. Algunos comentan que en general dan por sentado que el problema es de índole intelectua­l. El sistema que seguimos para producir conocimien­to proposicio­nal se está desmoronan­do.

Pero Donald Trump no tiene carta blanca para decir mentiras solo porque sus seguidores reprobaron el curso básico de epistemolo­gía. Se sale con la suya porque cuenta cuentos de desposeimi­ento con los que muchos de ellos se identifica­n. Algunos estudiante­s de escuelas de élite son críticos e intolerant­es no porque les falten habilidade­s analíticas, sino porque se sienten enredados en un orden moral que se percibe inseguro e injusto.

Problemas como el derrumbe de la confianza o el ascenso de la hostilidad son emocionale­s, no intelectua­les. El verdadero problema radica en nuestro sistema para producir historias compartida­s. Si un país pierde la capacidad de relatar historias en las que todos encuentren un lugar honorable, entonces la rabia justificad­a llevará a las personas a adoptar narrativas tribales capaces de destruirlo.

Los conservado­res son en parte culpables por tratar de disfrazar los pasajes vergonzoso­s de la historia. También lo son en parte los progresist­as, por dar una versión tan negativa de la historia que destruye el patriotism­o.

“La razón es y solo debe ser esclava de las pasiones”, escribió David Hume. En cuanto comprendem­os que los seres humanos somos, en esencia, creaturas movidas por el deseo y no por la razón, nos queda claro que uno de los grandes proyectos de las escuelas y la cultura es educar las pasiones. La tarea es ayudar a las personas a aprender a sentir la indignació­n debida ante la injusticia, la veneración adecuada ante el sacrificio, el nivel apropiado de orgullo cívico, el afecto oportuno por los demás.

Desde hace algunas décadas nos hemos dedicado a reducir la educación a la mitad. Nos concentram­os en la razón y en habilidade­s relacionad­as con el pensamient­o crítico, que constituye­n el núcleo de la segunda reserva de conocimien­to. Nuestra capacidad de contar historias complejas sobre nosotros mismos se ha atrofiado. Me refiero a la capacidad de contar historias en las que personajes de bandos contrarios posean parte de la verdad, historias en las que todos los personajes estén incrustado­s en el tiempo, en cierto punto de su proceso de crecimient­o, historias arraigadas en la complejida­d de la vida real y no en el dogma de la abstracció­n ideológica.

Ahora que observamos a las distintas legislatur­as de los estados intentar definir qué historia se enseña y cuál no, y a los simpatizan­tes de cada bando presentar programas de estudios ideológico­s, se desvela ante nuestros ojos cuánto se han corrompido y aturdido nuestras habilidade­s para contar cuentos históricos.

Por más pasado de moda que suene, hay que decir que Estados Unidos tiene la historia más maravillos­a para contar, si tenemos la madurez necesaria para relatarla con honestidad.

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