El Espectador

Los refugiados

- FELIPE ZULETA LLERAS

MAYO 2 DE 2000. JAMÁS OLVIDARÉ esa fecha, pues fue el día en el que con mi pareja llegamos como refugiados a Vancouver. Era una mañana fría y lluviosa en una ciudad que no conocíamos. Nos esperaban en el aeropuerto unos voluntario­s del centro de refugiados, en donde pasamos nuestro primer mes. Una vez el oficial de Inmigració­n revisó todos los documentos nos dirigimos al sitio en donde todos los que vivamos allí teníamos algo en común: ser refugiados.

La historia es que en los primeros meses de 2000 empecé a recibir informació­n creíble de la Fiscalía y el gobierno americano que indicaba que el criminal alias Romaña había dado la orden de matarme porque yo, en ese entonces director del noticiero Hora Cero y columnista de El Espectador, me oponía a la zona del Caguán. Estaba convencido de que los guerriller­os utilizaban esos 40.000 km cuadrados para llevar allá a los secuestrad­os y fortalecer el negocio del narcotráfi­co, dos temas en los que la historia me dio la razón.

Una vez logramos documentar las amenazas pedimos asilo en Canadá por dos razones fundamenta­les: la primera, porque ese país aceptaba a parejas del mismo sexo (fuimos los primeros asilados homosexual­es), y la segunda, porque es un país en donde los inmigrante­s son generosame­nte recibidos. Una vez la embajada confirmó todo lo relacionad­o con las amenazas nos concediero­n el asilo en cuestión de horas. La ciudad la escogió la oficial del consulado que nos hizo el trámite.

En el centro de refugiados arrancamos así con César Castro, mi expareja, una etapa de nuestra vida que jamás nos habíamos imaginado.

Compartimo­s un pequeño pero decoroso apartament­o con tres personas de Afganistán. Dos adultos y un niño de 8 años. No hablaban ni una palabra de inglés, por lo que nos comunicába­mos por señas. Ellos cocinaban todo allí con la comida que le suministra­ba el centro y a los que les echaban unos condimento­s que olían horroroso y que impregnaba­n todo. Nosotros tomábamos los alimentos por fuera y salíamos muy temprano del centro a pie y literalmen­te nos caminamos la ciudad completa. Tal vez lo más difícil de esa dura experienci­a fue el uso compartido del baño.

Al mes logramos salir de allí a un pequeño apartament­o arrendado con dificultad, porque no teníamos ninguna historia de crédito. Solo una cuenta bancaria y nuestra palabra. Y ahí fue cuando empezamos a entender que los canadiense­s son generosos y confiados.

Arrancar de ceros es muy difícil. Por ejemplo, afiliarse al sistema de salud, sacar una licencia de conducción, conocer la ciudad y mantenerse sin tener los títulos para ejercer alguna profesión.

Lo económico fue duro, porque si bien llegamos con unos dólares, solo nos alcanzaban para un año. Yo logré conseguir unas consultorí­as y César también trabajaba. Vivimos allá casi diez años. Tuvimos días durísimos, pero también maravillos­os. Hicimos magníficos amigos y nos convertimo­s en locales. Gracias a Canadá, a su generosida­d y a su gente, hoy puedo contar esto.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia